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Ir al FMI no indica sumisión, sino compromiso con el objetivo de ser un país normal, que no rompe las reglas ante la primera vicisitud.

Sindicatos, actores, movimientos sociales y organismos de derechos humanos marcharon el viernes con el lema “La Patria está en peligro”, para protestar por las negociaciones que el Gobierno ha iniciado con el FMI.

Cabe recordar que el endurecimiento de las condiciones en los mercados internacionales, con un dólar fortalecido y tasas de interés más altas, encareció el acceso argentino al financiamiento voluntario y el peso sufrió un ataque especulativo. En ese contexto, acudir al FMI fue una manera de enviar a los mercados una señal convincente de compromiso con el programa de reformas. Un programa que, en la transición gradual entre el déficit fiscal y un presupuesto equilibrado, supone desequilibrios temporales.

Tantos años de destrucción de la moneda nacional redujeron al mínimo la capacidad de financiar con ahorro interno el hueco fiscal. Entre la opción de equilibrar las cuentas de golpe con un alto costo social, o la de hacerlo de manera paulatina, el Gobierno optó por esta última. Esta decisión supuso, ante el simultáneo programa de reducción de la inflación (y la consecuente disminución del financiamiento del Tesoro con emisión monetaria), la necesidad de contar con financiamiento externo.

Con esta mirada, el recurso al FMI no representa más que la búsqueda de asegurarse ese financiamiento externo que permita mantener la gradualidad. Quienes protestan incluyen, curiosamente, a muchos que maman de la teta del estado. ¿Ignoran que no tener financiamiento nos lleva a un ajuste draconiano, o en su defecto a una nueva crisis? ¿Es esa crisis lo que desean? ¿O están apenas aprovechando las circunstancias para ver si pueden exprimir más al estado?

No hay secretos en lo que el FMI puede pedirle a Argentina. Sus recetas está explícitas en el informe de la revisión bajo el artículo IV de diciembre pasado: una aceleración del ajuste fiscal, reducir el financiamiento del BCRA al Tesoro para combatir la inflación, mantener un tipo de cambio flexible, evitar los controles de capital y extender la lucha contra la corrupción y la informalidad. Asuntos en los que se reconocen avances pero para cuya consolidación se demanda mayor velocidad.

El cuco del FMI es, en potencia, una fuente de financiamiento que demanda menos condiciones que las que demanda el mercado financiero. Porque cuando el tipo de cambio se mueve 20% y el riesgo país trepa 2 puntos porcentuales en un mes, la señal inequívoca es la de que el mercado ya no está dispuesto a financiar el estado de la economía previo a los ajustes. Y los forzó con menos anestesia que la que usará el FMI, si llegamos a usar sus líneas de crédito.

Los préstamos del FMI son más baratos, medidos en términos de tasa de interés, que los que ofrece el mercado financiero, pero los países no los usan porque, por un lado, ir al Fondo es una señal de debilidad y, por el otro, ningún político quiere que le digiten su agenda económica.

Esta es la verdadera naturaleza de la supuesta animadversión popular (¿es un tema importante para la gente común?) para con el FMI y los organismos multilaterales, y la única razón por la cual Néstor y Cristina Kirchner pagaron en efectivo capital, intereses y punitorios al FMI y al Club de París. ¡Pagos que publicitaron como un acto de soberanía!

“La cultura se come a la estrategia en el desayuno”, decía el consultor Stephen Covey (1932-2012). No se puede imponer una estrategia; se debe lograr que ésta se haga carne en la gente. De ahí que el presidente Macri clame por un cambio cultural, necesario para llevar adelante una estrategia de crecimiento sostenible que rompa con nuestros recurrentes fracasos.

Acudir al FMI muestra el compromiso con ese cambio cultural, pues va contra los prejuicios para evitar las atávicas soluciones a la argentina: romper las reglas, poner impuestos distorsivos, usar controles de capital o repudiar la deuda.

Protestar contra las negociaciones revela nuestra incorregible naturaleza: no nos gustan las reglas, ni hacer lo que debemos hacer. Menos aún nos gusta que alguien de afuera nos diga qué hacer. La marcha aspira a que nada cambie, y quienes organizan la marcha pelechan en el desorden. Es esta cultura del desorden la que explica por qué, desde hace dos siglos, “la Patria está en peligro”.
Fuente: El Entre Ríos (Edición Impresa)

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