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En España se vive una situación de un encono, no precisamente sordo, por el debate abierto acerca del destino de los restos de Francisco Franco sepultados en el Valle de los Caídos.

Se trata este de un conjunto monumental español construido entre 1940 y 1958 y situado a pocos kilómetros de El Escorial.

Francisco Franco ordenó su construcción, y está enterrado allí junto con José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española, además de 334.000 combatientes en la guerra civil pertenecientes a ambos bandos. No hay separación por bandos, unos y otros están entremezclados. Se trata de lo que se califica como la «mayor fosa común de España».

Concebido por Franco en homenaje a los que pelearon junto a él en la Guerra Civil Española; a partir de la década de 1950, según se señala, la propaganda franquista se habría apropiado del término «reconciliación», para tratar de modificar la simbología del conjunto.

Mientras tanto, esa debate abierto ha servido para que periodistas españoles se interesen por la suerte corrida por los restos de los sucesivos presidentes, que cumplieron esa función durante el transcurso del último régimen militar en nuestro país, preocupación que los ha llevado a bucear lo sucedido por ellos después de su muerte, dejando fuera de ese repaso tan solo a los de Reynaldo Bignone.

Es así como se señala que en el caso de Videla, su familia luego de “no encontrar sitio en el panteón militar en Chacarita, el cementerio más grande de la ciudad de Buenos Aires, por temor a manifestaciones de repudio”, se le respondió con evasivas al intento de hacerlo en Mercedes, su ciudad natal, dado lo cual terminó enterrado en un cementerio privado en las afueras de Buenos Aires, bajo un mármol con la inscripción “Familia Olmos”. Igual suerte corrieron Massera y Agosti, todos ahora yacentes en el cementerio Memorial de Pilar.

Roberto Viola, sucesor de Videla, fallecido en el año 1994, durante la presidencia de Menem, y no como los anteriormente nombrados durante los gobiernos kirchneristas, tuvo otro destino. Su cuerpo encontró espacio en el panteón militar de Chacarita. Se indica que sin embargo en ese cementerio no hay rastros de Viola. Nada saben de él los empleados del cementerio ni en el archivo. Sin embargo según un rastreo efectuado por un investigador de la historia del panteón militar, sus restos fueron trasladados a Entre Ríos explicación que resulta verosímil, si se tiene en cuenta que su mujer era oriunda de Concordia.

Galtieri, ya muerto, tuvo un recorrido similar al de Viola. Fallecido en 2003,su cuerpo fue trasladado al panteón militar de Chacarita, de donte sus restos hace unos años fueron retirados por su hermana, con el objeto de cremarlos.

Si nos hemos detenido en esa relación, es porque la misma viene a mostrarnos la perversa relación que se da entre nosotros, entre política y muertos; de la que a no dudarlo no es el nuestro el único caso.

Es que damos la impresión de que en infinidad de casos seguimos alimentado el odio –explicable o no, justificable o no- que nos ha envenado en vida, más allá de la muerte del odiado. Sin percatarnos no solo lo que es obvio, y que debería ser obvio de toda obviedad, que los odios no deberían existir, y en el caso de mal serlo, deberían sepultarse con la muerte del odiado; ya que si de por sí el odiar no tiene nada parecido a una virtud que enaltece, mucho menos es mantenerlo vivo cuando su objeto ya no existe.

Es más, ese odio perviviente viene a envenenarlo de por vida al que lo siente, al menos que efectúe una recapacitación sanadora.

Ello no significa que los pasos por la vida de quienes para bien o para mal hacen historia de la grande, y respecto a los cuales es lo correcto que se haga la valoración objetiva de sus méritos y deméritos y sean sometidas a un escrutinio, pero esto es otra cosa muy distinta. Ya que el hacerlo nos permite que aprendamos de esas lecciones de la historia que a ellos los involucra, ubicándolos en el contexto objetivo indispensable; de manera de no incurrir en idénticos yerros.

De cualquier manera, cabe considerar, que comporta más pavor que mera preocupación el hecho de que comportamientos de aquel tipo se los pueda llegar a ver por su recurrencia, como una constante en nuestra historia.

A ese respecto basta con mirar hacia atrás, y sacar de la memoria, actuando como si fuera casi al voleo, hechos parecidos. Así el recuerdo de la cabeza de Pancho Ramírez exhibida en la plaza colocada en una jaula a la vista de todos; por especial encargo de quien fuera en su momento compañero de legítimas rebeldías, el gobernador santafesino Estanislao López.

El patético tratamiento al que fueron sometidos por parte de sus soldados, compañeros de infortunio, los restos mortales de Juan Lavalle, a los efectos de evitar su profanación. El entierro, confusamente llevado a cabo, del cadáver de Urquiza luego de su asesinato.

La inexplicable profanación del cadáver de Juan Domingo Perón, cuando el mismo fuera despojado de sus manos. El tratamiento recibido por el de Eva Perón hasta el momento en que fuera depositado en un panteón del cementerio porteño de la Recoleta.

Y, aunque se trata de un vaticinio que suena a maldición incumplida, los versos de José Mármol dirigidos a Juan Manuel de Rosas en los que erró al decir “ni el polvo de tus huesos la América tendrá”.

Conductas, acompañadas por actitudes acordes, que llevan a suponer que para nosotros y más allá de las apariencias no es al menos unánime el respeto a la muerte y a los muertos, y el hecho que la misma nos iguala, es circunstancia también desconocida respecto al nacimiento.

Y ese trato irrespetuoso hacia los muertos, se vuelve más ominoso cuando se llega a detectar los enormes reservorios de odio generados, con los que se alimentan muchos de los que siguen vivos, y que de esa manera se los ve emerger una generación tras otra, en lo que parece el ininterrumpido andar de una rueda, que no nos va a dejar vivir de verdad y de una manera plena hasta el momento en que demos con ella por el suelo.

Sobre todo, cuando por contraste, nos enfrentamos con el sentimiento trágicamente humano y por lo mismo, hasta cierto punto, sanador que debería provocar en todos tantos desaparecidos, incluyendo entre ellos los infortunados tripulantes de nuestro submarino hundido, a los que se los ve custodiando una conjetural sepultura abierta para dar cobijo a su ser querido, de manera que se lo sienta descansar en paz.

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