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Conocí a un piloto de avioneta, que afirmaba que circular por el cielo es más seguro que hacerlo por la superficie de la tierra, porque los que lo hacen por allá arriba y no son precavidos “duran poco”.

También me contaron de un campesino ya entrado en años, en los tiempos en que todavía era familiar cruzarse con las clásicas “estancieras”, quien un día que iba al volante de una de ellas, y al observar como trepaba la temperatura del motor, la detuvo, se bajó, levantó el capot y, para cerciorarse que el ventilador del vehículo funcionaba, metió el dedo. Comprobó así de primera mano que el problema no era el ventilador, que funcionaba tan correctamente que guillotinó limpiamente uno de sus dedos.

Un comentario al margen: se dice que se oyó comentar al conductor mutilado, si en la conmoción que le produjo el accidente fue mayor el dolor o la rabia de sentirse tan estúpido, los que aparecieron juntos ante lo ocurrido.

En los diarios de la última semana, se informa del rechazo de una demanda interpuesta por un comprador de autos estafado -había pagado el precio de la operación antes de ver no otra cosa que la fotografía del vehículo que se vendía a precio regalado y sin contar siquiera con papel alguno que acreditara tanto la titularidad del auto por parte del vendedor, ni aún su misma existencia- había hecho la operación a través de unos de esos servicios de venta online. El enojo que debió orientar contra sí mismo, lo hizo contra el titular del sitio de venta digital y vio su demanda rechazada porque el tribunal sentenciante comenzó por señalar que el titular del servicio digital no era un corredor, sino que se limitaba a poner a disposición el sitio para acercar a oferentes y demandantes de todo tipo -sería como si se demandase a esta publicación por incorporar un clasificado con una oferta de este tipo- además de ser lo ocurrido culpa del estafado que habría quedado encandilado por el bajísimo precio de lo ofrecido.

“Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”, reza un viejo refrán. O debiera hacerlo, acotaría por mi parte. Pero de intentar ligar a las tres anécdotas bajo una consigna a todas ellas aplicable, habría que recurrir a lo que no es un refrán, aunque lo parezca, sino un antiquísimo principio de derecho: “nadie puede alegar en su defensa su propia torpeza”.

Lo que no es otra cosa que la contracara enrevesada de un principio esta vez de sentido común, que no viene a recomendar otra cosa que ser precavidos, en la vida y en los negocios. Que lleva a que busquemos de no ser timados por un exceso de codicia, que leamos la letra chica de los contratos a firmar, y nos mostremos siempre alertas y prudentes. No desconfiados, que no es lo mismo, ya que el desconfiado -y esto es tan solo mi parecer- no es una persona fiable.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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