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La pandemia parece estar en condiciones de exhibirse como un factor disciplinante de grupos diversos, en cuanto a su número, sus comportamientos y sus objetivos.

Grupos todos ellos que tienen, sin embargo, dos características comunes, en las que hasta cierto punto parecen coincidir. Una de ellas es la presencia del “reclamo”, junto a otra en la que se da una coincidencia plena, cual es la de la “movilización callejera”.

Y si decimos, con respecto a la primera de esas coincidencias, que no puede hablarse de lo que en el segundo es coincidencia plena, es porque es fácilmente constatable la existencia de reclamos entrecruzados, expresados en carteles, la mayoría de ellos de fabricación casera.

En muchos casos inclusive con un agotado flameo, o algo que se le parece sin llegar a serlo como el de nuestro pabellón celeste y blanco, comportamiento con el que respetuosamente discrepamos.

Ello así, puesto que nuestra bandera debe ser siempre un símbolo de unidad, ya que nadie puede considerarse como dueño de la Patria. Y los que las agitan en las actuales circunstancias, en el mejor de los casos solo vienen a expresar una aspiración, ante una división palpable de la que quienes reclaman, son tan solo la representación de un sector de los protagonistas enfrentados.

De allí que, cuánto mejor sería -en nuestro parecer, el cual carece de otras pretensiones- que se hicieran flamear banderas blancas, ya que ellas son, cuando menos, una señal de tregua.

De esa tregua indispensable para aplacar los ánimos y recuperar la cordura. Una cordura que, de una manera recurrente, suele desaparecer. Circunstancia que no por casualidad, viene a darse cuando la irracionalidad beligerante se hace presente, aflorando y ganando el espíritu de tantos.

El hecho que circunstancias semejantes, acompañadas de acciones de mayor envergadura, se hayan vuelto comunes en tantos países con tensiones hasta ahora sofrenadas, no puede servir de justificativo para las situaciones que se producen entre nosotros en estos días.

Máxime cuando el desborde se ha hecho presente y se ha traducido en situaciones lamentables, y hasta repudiables, como son las organizadas “tomas de tierra” o la asonada de los policías, que inclusive llevó a unos pocos alarmistas sistemáticos a los que, por ende, cabría calificar como de apocalípticos, recordando que, en Cuba, quien comenzó siendo un sargento desconocido, como fuera el caso de Fulgencio Batista, terminara siendo la cabeza de una cruel y a la vez corrupta dictadura. Fue allí, lo que se conoció como “Revolución de los sargentos y cabos militares”, y está claro que al menos la mayoría de nosotros estamos lejos de compartir deseos de esa naturaleza.

O sea que debemos prestar una atención a toda movilización callejera -eso que erróneamente se designa como “el pueblo en las calles”- y alertar el peligro que representan, más allá de las intenciones que proclaman los convocados, y la actitud prudente con la que se lanzan ellas.

Sean espontáneas, o el resultado de un permanente estado de agitación previa, porque ni en uno ni otro caso se deja de encontrar la amenaza del desborde y la violencia, traducido en la destrucción de bienes públicos y privados, y lo que es peor aún, en la confrontación entre grupos rivales en los que, al hecho de haberse movilizado, coinciden en su presencia simultánea en un lugar determinado. No importando que ello sea como resultado del azar, o de una estrategia premeditada de una o de las dos partes en pugna.

Debe quedar claro, mientras tanto, que ello no significa pronunciarse en contra de la participación ciudadana en cualquiera de las cuestiones y de los asuntos que hacen a las cosas del común. Sino tan solo considerar que esa participación en lo institucional, debe ser encausada en canales en los que se respeten pautas preestablecidas de procedimiento.

Comportamiento este, que debería venir acompañado con la multiplicación de los grupos y formaciones de la sociedad civil, nucleados en torno a un interés específico que ocupe un lugar remarcable, en una de las tantas facetas del bien común.

Ello, como una manera de reforzar las prácticas participativas institucionalmente establecidas, al mismo tiempo que la institucionalidad toda, cuya fortaleza es el mejor escudo contra los deseos muchas veces caóticos, y por definición volubles, de las multitudes.

Una cuestión principalísima que en las actuales circunstancias exige nuestra atención redoblada. Todo ello si se tiene en cuenta que, al hecho de viejas antinomias nunca del todo superadas en el campo político, se suman otras nuevas o las viejas reformuladas, se agrega en los momentos actuales un divorcio cada vez mayor entre la llamada clase dirigente y el resto de la sociedad, la cual viene dando muestras inequívocas, de hasta qué punto ha dejado de confiar en aquélla.

Algo que se traduce en una crisis de representatividad, en la que la sedicente clase dirigente está concluyendo por dar la impresión de tan solo representarse a sí misma, que es lo mismo que, en una graduación que va de menor a mayor, terminando por gestionar los intereses públicos mayormente en su propio beneficio.

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