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A veces, entre los grandes temas de debate nacional, se entremezclan otros que dado un rol más secundario muchas veces permanecen fuera del centro de atención de la opinión pública. Este es el caso de la toma de colegios en la ciudad de Buenos Aires y cuyo único objeto ha sido apoyar la ley de despenalización del aborto, tema que ha dividido a la sociedad y que ha dejado en el asiento trasero -aunque sea por unos días- a casi cualquier otro tema sujeto de la pasión nacional.

La toma en cuestión incluyó a dos de los colegios públicos más emblemáticos de la historia educativa nacional, el Nacional Buenos Aires y la Escuela de Comercio Carlos Pellegrini, y mostró, una vez más, la creciente fragilidad de nuestro sistema educativo. Un sistema educativo de bajísimo vuelo y plagado de paros y tomas que han reducido el año escolar a la categoría de apéndice de una sempiterna temporada de vacaciones. Un sistema donde ni los maestros enseñan ni los alumnos aprenden, con el consiguiente deterioro en la educación que se hace bien evidente en la continua e importante caída de nuestro país en los rankings internacionales. Es que la educación argentina, por lo menos a nivel primario y medio, ya ocupa uno de los pedestales más bajos de la región.

Eso de tomar colegios, en aras de defender alguna causa noble o supuestamente noble intra o extramuros según el caso, se ha vuelto moneda corriente y a diferencia de tiempos pasados no tan lejanos, cuando todavía estaba lejos de serlo. Muchas veces apoyados por sus padres, ante la indiferencia o la pasividad de sus maestros,? son muchos los jóvenes que han decidido tomar cartas en asuntos varios, les competa directamente o no, y la forma de hacerlo ha sido precisamente cerrando colegios y dejando a todos sin clases. Por lo general, ni siquiera son grupos mayoritarios, pero si suelen aprovecharse muy bien de esas minorías silenciosas que son de evitar conflictos y combates.

Sorprendía ver hace un par de días la vehemencia con que algunos de estos estudiantes defendían su postura frente a la requisitoria periodística, mezclando -tal vez intencionadamente- peras con manzanas. Ante la pregunta si eran conscientes del mal que hacían dejando a una escuela sin clases, y teniendo otros ámbitos muy bien definidos donde ir a llevar su reclamo, la respuesta, casi estudiada, era casi siempre la misma. ¿Qué importa más, un día de la clase o que se apruebe finalmente la? ley la despenalización del aborto?

Tal vez lo más preocupante de esta situación, de por sí ya muy preocupante, sea el hecho de que todos nosotros como sociedad hemos decidido naturalizarla. Una toma o un cierre de colegio por parte de su alumnado comienza a ser visto como un acto común y corriente e incluso parece ser celebrado con cierta alegre complicidad por muchísimos adultos. Nadie dice que los adolescentes no deban ser escuchados, pero cualquier palabra u opinión que tengan debe ser expresada dentro de una marco mínimo de convivencia. Es cierto que los mayores dan malos ejemplos más de una vez con un accionar que a veces parece más propio de impúberes, pero por otro lado eso no debe ser tomado como una referencia que permita justificar cualquier atropello juvenil, por más bienintencionado que sea.

En definitiva, remediar la debacle educativa encierra un sinnúmero de aristas, pero incluye también la de enseñar el respeto por las leyes, normas, instituciones, padres, y pares por parte de un alumnado que se muestra díscolo, rebelde, y hasta cómodo con ciertas situaciones de corte anómico como la que estamos discutiendo hoy. Un marco de mínimo respeto y orden, y de cierta empatía frente al otro -ese que piensa distinto y que pretende que no lo arrastren porque sí a un suicidio colectivo-, es condición necesaria para que se vuelva a recrear un sistema educativo que hoy parece haber perdido hasta lo esencial.

Es tarea de los jóvenes, pero también de padres y maestros, entender que este tipo de conductas, más allá de las simpatías que pueda suscitar una? juventud apasionada y de opiniones fuertes, no condicen con una educación de excelencia y calidad, sino que retroalimentan el círculo vicioso en el que la educación argentina hoy parece inmersa.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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