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Tal es el título de una película argentina – la que también se ha exhibido como “El infierno verde”- la que, según una reseña, “se encuentra basada en la novela El río oscuro de Alfredo Varela”.

La misma fuente señala que se trata de una cinta “producida entre 1951 y 1952, y estrenada el 9 de octubre de ese último año; es una obra representativa del estilo de cine político-social de su autor e intérprete principal, Hugo del Carril, y está considerada entre las obras más destacadas del cine argentino”.

Entre tanto, nuestro interés por la misma se limita al título, dado lo cual prescindimos de resumir su argumento. Inclusive del mismo solo nos importa su alusión a la “turbiedad”, teniendo en cuenta que con la palabra turbio, teniendo en cuenta su significado, se alude a algo que “está alterado por una cosa que le quita la transparencia o la claridad.”

Bien podríamos entonces, aplicar esa palabra para lo que suponemos como una forma adecuada de describir nuestra realidad –entre todas las formas acertadamente malévolas de hacerlo, con las que podemos aludir a nuestro entorno- de una manera que resulta mucho más que una forma eufemística de hacerlo.

Es que en lo único que se puede discrepar, es acerca de si en nuestro caso esas aguas permanecen encharcadas, o se las ve en movimiento. Y de ser lo correcto esto último, preguntarse hasta qué punto esas aguas en movimiento se desbordan y salen de su cauce amenazando con inundar –y de ese modo avanzar. Impregnando con su turbiedad a todo lo que encuentran a su paso, extendiéndose de ese modo, sin que reaccionemos, es decir que “¡no se nos mueva un pelo!”.

A la vez ese contexto, el que resulta macroscópico, en el caso de aludir a nuestra sociedad, se nos ocurre que cabría aplicarlo de una manera que no llega a ser microscópica, en el caso de la omisión de suministrar información confiable sobre la calidad del agua del río Uruguay, la que, según lo que se conoce, y lo que se ha hecho público en fecha recientísima en nuestra plataforma digital, ha cesado de brindarse desde el 18 de octubre pasado.

Una desinformación, la que según la misma fuente, se extendería hasta casi fines del inminente enero, momento al que habrá que esperar -por otra parte, sin la seguridad de que entonces haya novedades- para que la Comisión binacional encargada de la “administración” del río Uruguay, se reúna nuevamente hasta el 20 de enero, fecha en la cual sus integrantes, descansados y con renovados bríos, vuelvan a reunirse.

De donde, para que adquiera nueva vida esa práctica se hace necesario esperar a que la Comisión –que parece no advertir que si bien es cierto que “administra” el río, no se puede olvidar de sus “usuarios”, los que de una manera indirecta, larga y complicada, vienen a resultar sus mandantes, de donde aquélla resulta entonces un mero “mandatario”- se ponga de acuerdo en los criterios y parámetros a aplicar para fijar el índice de contaminación límite permitido: es decir, cuándo las aguas de nuestro río se encuentran habilitadas para su disfrute sin temor alguno, por la multitud de bañistas que saturan nuestras playas en la temporada estival.

No es tema de nuestra incumbencia avanzar más allá de lo expuesto, dado lo cual nos resulta inapropiado una sugerencia de la que no pudimos menos que enterarnos, según la cual ante las discrepancias sobre el tema que nos ocupa, que se mantienen de una manera que cabría tenerla como morosamente irresponsable sobre el tema, entre las dos delegaciones que conforman la comisión, sería de utilidad que se den a conocer las dos posiciones. Una manera de dejar en manos de cada Municipalidad ribereña, determinar por cuál de ellas opta, a los efectos de la gestión de las zonas balnearias existentes en sus respectivas jurisdicciones.

En lo que sí en nuestro caso existe un acuerdo, al menos parcial, con los impulsores de esa tesis, es en relación al interrogante de hasta qué punto, al actuar de esa manera, la indicada Comisión, al demorar la decisión sobre el tema, incurre en una mala práctica, o sea en un comportamiento que debería tener sus consecuencias, a la vez que se estaría eludiendo suministrar una información indispensable para una gestión adecuada de las playas referidas.

Algo, que como una muestra de irresponsabilidad cuya dimensión no es fácil de precisar, es la de aquellos que sostienen que hay que “dejarse estar” en la materia, por aquello que “ojos que no ven, corazón que no siente”. O sea, la aplicación de la regla básica del actual gobierno nacional, cual es “el vamos viendo” y su variante “el vamos posponiendo”, que en esta situación suena a prudente, ya que es inimaginable la reacción de todos aquellos cuyo disfrute está en el bañarse en las aguas del río, si a algún munícipe –en función de datos ciertos- llegara a tener la peregrina idea de prohibir el ingreso a esas aguas, con el aparentemente inocente propósito de darse un remojón.

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