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Carnavales eran los de antes, escuché rumiar a mi tío, repitiendo una frase tan repetida que me produce molestia el solo oírla. Y de allí en más se largó una perorata grosa, de esas que se larga sobre temas varios, sobre todo cuando está muchos días sin venir a visitarme.

Lo escuché contar como jugaban a baldazo limpio en los carnavales de su niñez, en los que los globitos eran un lujo que había importado algún porteñito, de esos que venían a visitar, en temporada veraniega, a sus abuelitos del alma. Aunque dicho en su defensa, a nadie se le hubiera ocurrido, al usarlos como bombitas, ponerlos en la heladera en el lugar donde el agua se hace cubitos, y los globitos llenos se transforman en piedra…

Siguió hablando esta vez de los corsos, que los había de tres clases: los corsos que se iniciaban con una bomba que ponía en marcha a todas las murgas y que con otra bomba terminaba cada día, y en los que se veía señoras arrojando serpentinas, y hasta señorones usando a destajo papel picado y pomos que se vaciaban rápidamente de su contenido de agua perfumada; los corsos infantiles que se hacían por la tarde; y un tercer corso de flores en el que los chicos más grandes intercambiaban ramitos y, anticipando romances, jugaban con pomos de agua perfumada.

Allí fue donde lo paré en seco, retrucándole por mi parte que esos corsos no era los suyos, los que vivió cuando chico, sino eran los del tiempo de su abuelo y mi bisabuelo; porque siendo chiquilín había escuchado hablar de ellos, con lo que no sé por qué llaman nostalgia. Y como remate, le mostré una nota aparecida en un diario, diciéndole “tomá, esos son los carnavales de ahora”, señalando con el dedo su título que decía “Descontrol en Gualeguaychú: dos chicas abollan un auto bailando sobre el techo”, debajo del cual se veía a las protagonistas menos vestidas que más, por no decir desvestidas, más que bailando haciendo no sé qué cosa, aunque que abollaron el auto no es cierto. Y eso no es nada, agregué, ya que por respeto -ese respeto que parece haber huido a no sé dónde espantado por tanto escándalo- omito hablarte de otras cosas más truculentas que se vieron, en pleno carnaval del país. Y en los que los autores o partícipes eran varones, porque no es cuestión de tomársela solo con las damiselas, como esos hombres necios que acusan a las mujeres sin razón.

Más les valiera ocuparse que ese tipo de cosas no pasen, la rematé punzante, porque da la casualidad que mi tío es un fervoroso asambleísta, en lugar de ocuparse tanto de las pasteras de la otra orilla, agregué para chumbearlo.

Se hizo el desentendido. Diciéndome esta vez que la culpa de todo la tienen los brasileños, que nos han exportado sus carnavales, agregando que la cosa se pondrá peor con el cambio climático, que alimentará aún más los ardores, dando rienda suelta de esa manera a su fervor ecologista.
Es que, la remató, lo que pasa es que jorobando y jorobando hemos convertido las carnestolendas en verdaderas bacanales de las que según he leído -me señaló con el dedo apuntándome en forma docente- y tendrías que saber, las bacanales eran una celebraciones en honor de Baco, el Dios del vino, que era como una festichola en la que se come y bebe inmoderadamente y se cometen todo tipo de excesos, o para decirlo más claro “una orgía con mucho tumulto y desenfreno”.

Pero es lo que ocurre entre nosotros casi a diario, pensé. Aunque prudentemente mantuve la boca cerrada.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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