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Se da la curiosa situación entre nosotros, cual es la que, aún en el caso de ubicaciones distintas y hasta opuestas de los partícipes directos e indirectos de la situación, todos damos la impresión de ser especialistas en esa repudiable materia, que es la de la “impunidad”.

Hasta se diría que, viviendo encerrados como estamos, en un ámbito en que ella es omnipresente, no es necesario profundizar en la descripción y en el análisis del concepto, ya que la mayoría de nosotros -por esa circunstancia- contamos con un conocimiento que da la impresión de ser innato a su respecto, independientemente -claro está- de que no lo sea. Algo que inclusive nos lleva a considerar a la impunidad, como algo no ya normal, sino que es hasta consubstancial con nuestra idiosincrasia. Algo que se vuelve patente ante el grado de preocupante indiferencia social frente a circunstancias de esta índole.

Compañera del delito, desde casi los comienzos de la historia humana -el primero de estos no la tuvo, dado el hecho que, al fratricidio de Caín, hizo que ese acompañamiento fuera imposible ante los atributos de perfecto detective y, si cabe todavía, juez mayor, del Ser Supremo-, de allí en más se hizo presente de manera frecuente, hasta en nuestros días, la que se da siempre que “un delito queda sin castigo”, como resultas no necesariamente de una flagrante culpa de la Justicia.

Es que si bien, en la mayor parte de las veces, la impunidad es consecuencia de la negligencia y la ineptitud de los jueces, también se da el caso que en estos se haga presente el temor o la codicia. Y el caso más extremo de todos, es el que se da no ya cuando el delito nunca es siquiera descubierto -algo que puede ser el resultado de un imponderable azar- sino cuando la astucia de quien delinque, es superior a la sapiencia pertinaz del juzgador.

En tanto, a lo que hacíamos referencia al inicio, es al hecho que por circunstancias disímiles, somos todos especialistas en el “rubro”. Muchos lo son, en el caso de los “seriales”, porque han sabido ganar esa malsana sabiduría, acumulando ese tipo perverso de experiencias, tanto propias como ajenas. Pero aún son más, por el hecho de estar familiarizados con comportamientos de este tipo, no por el hecho de ser beneficiarios de ella, sino por ver las situaciones en que la impunidad se consuma presente, una y otra vez a su alrededor.

Cabría agregar todavía que un “escape” de la Justicia, en la que se ve a quien delinque “salirse con la suya”, es de una gravedad extrema cuando a la naturaleza del delito, se agregan las condiciones que reúne su autor. En una escala en que los “delitos de odio” -categoría que consideramos debería ser inclusiva de los delitos de “lesa humanidad”, cometidos por quienes se encuentran ubicados en las alturas del poder, o pretenden hacerse de él por cualquier medio y apelando a cualquier recurso, invocando las más de las veces un falso mesianismo-, están ubicados en el escalón más alto, al que le siguen, en un escalón inferior, quienes se valen de “una posición de poder”, con el propósito consumado de apropiarse de bienes de carácter público o asimilables a él, blindados de impunidad.

Todo lo hasta aquí dicho es válido y sirve para construir en contexto de un caso al que hemos asignado la categoría de icónico, cual es el que se hace presente entre nosotros, ante la decisión que debe dictar el tribunal en una triple causa -o sea, tres causas distintas, pero unificadas- seguida contra José Ángel Allende, sindicalista y político aprovechado y aprovechador.

Lo primero, la calificación de aprovechado, por la fortuna personal de la que supo hacerse en función de los malos manejos a los que su cargo le abría la posibilidad (no sabemos, entretanto, si dentro de ese encuadre no habría que incluir el hecho que poco antes de un acuerdo, al que más abajo se hará referencia expresa, se habría jubilado con un haber líquido de más de 200 mil pesos mensuales).

Lo segundo, su condición de aprovechador, por su habilidad de utilizar una verdadera panoplia de recursos, con los que lograba “persuadir” a quienes parecían ser un obstáculo sin serlo, o lo enfrentaban en el camino a logro de su meta delictiva.

Planteamos, de esa manera, una situación en la que ya hemos tenido ocasión de explayarnos, al hacer referencia al acuerdo logrado en el marco de juicio abreviado en que uno de los fiscales lo acusaba por enriquecimiento ilícito y de los dos restantes: uno de ellos por amenazas a un periodista, y el otro por violencia de género en contra de una actual integrante del gabinete provincial.

Un acuerdo arribado en ese proceso, en el cual el nombrado se reconoció culpable y se avino a la entrega de dos valiosos inmuebles de su propiedad, “en compensación” por el daño patrimonial causado, a cambio que se le aplicase una pena de ejecución condicional, al mismo tiempo que se obligaba a realizar tareas en beneficio comunitario.

La situación descripta ha sido graficada acertada, y a la vez sintéticamente, por fuentes del radicalismo entrerriano cuando, al tomar estado público el acuerdo arribado, señalaron que Allende “arregló su libertad a cambio de dos mansiones robadas”. De donde, solo les faltó agregar -si es que su intención no fue dejarlo traslucir entre líneas- una última oración del texto, en la que se hiciera alusión al hecho que, al hacer el cambalache, aquel “se había quedado con la yapa”.

En tanto, la cuestión permanece en principio abierta, ya que la ministra denunciante de la comisión de un delito de género contra su persona, en recientes declaraciones periodísticas, vino a dejar sentado la posibilidad de una presentación suya en la causa, oponiéndose al acuerdo arribado entre los fiscales y el imputado confeso.

A esa posibilidad, por nuestra parte, añadimos un interrogante, cual es precisamente el no haberse escuchado a las víctimas de los delitos imputados y confesos, antes de la conclusión del acuerdo.

Es que, si bien el hacerlo en instancias previas a la sentencia tiene sobre todo lo que se conoce como un sentido humanitariamente reparador, mediante el encuentro de víctima y victimario, también resulta razonable abrir esa posibilidad a la víctimas de ser escuchadas para profundizar hasta agotar todas las implicancias del caso. Aunque ellas no hubieran asumido en el mismo -lo mismo que ha ocurrido en este caso- la condición de querellantes, es decir, suponer muchas veces, ingenuamente, que no es necesario asumir ese carácter, dado que sin hesitación alguna se puede confiar en la probidad, sapiencia y diligencia de los fiscales.

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