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Trabas burocráticas y exigencias que se replican hasta el infinito

La Edad Media se nos hace presente por momentos. Dicho lo cual no es porque ella haya sido un periodo de nuestra civilización obscuro o tenebroso, como suponemos que todavía se aprende en las escuelas, donde se dice que con la “invasión de los bárbaros” caímos en la desolación que significara el derrumbe – que habría que decir que quedó en una suerte de hibernación- de la cultura greco latina.

Se hace presente no por ello, sino porque una vez consolidada la sociedad medieval, se volvió totalmente “estamental”, queriendo significar con ello, no solo que existían estamentos, algo que suena a una perogrullada ya que su lugar en la sociedad – lo que se conocía como “status”-quedaba determinado desde su nacimiento y no podía salirse de él salvo excepciones –como es el caso del que alguien incorporara a una comunidad religiosa, para dar un solo ejemplo- hasta el día de su muerte.

Lo que es lo mismo que decir que unos nacían y morían como nobles y sucedía lo mismo en el caso de los caballeros, mientras esa era la condena de quienes que nacían siervos.

La aparición de los “burgos” – los antecedentes de las ciudades modernas- hizo que entre sus muros amurallados habitaran comerciantes y artesanos agrupados en gremios. Estos en unos casos eran los encargados de fijar los precios de los productos que en sus ferias estaban a la venta, y en otros tenían a su cargo la habilitación para el ejercicio dentro del burgo de un oficio o profesión en carácter independiente, luego de haber cumplido varias etapas desde sus inicios como aprendiz hasta su culminación como “maestro”, calificación que quedaba convalidada con la elaboración y presentación de una “obra maestra” que venía a ser la muestra de su condición de tal.

Ello viene a decir que independientemente de su condición de “hombres libres”, ya que al no ser siervos, se los podía considerar como “señores de sí mismos”. La condición era en gran medida asfixiante, ya que a poder desempeñarse en un oficio cualquiera, estaba condicionada su pertenencia y aceptación de un gremio.

Hasta aquí una descripción simplista, y por ende llena de medias verdades y errores, y por lo demás enormemente incompleta de lo que fue una sociedad viva, aunque la vida mostrara una aceleración incomparable con la actual, y por ende cambiante, que se fue transformando lentamente hasta derrumbarse con la Revolución Francesa, que abolió tanto las servidumbres como los gremios. Dicho esto con la admisión de todas las falencias con la que termina el párrafo anterior.

Es que lo hasta aquí esbozado no tiene otro objeto que poder dar cuenta de señales ominosas, de casos en los que parecen resucitar prácticas medievales, algo que se traduce en muros -no ya de piedras ni de alambres- sino constituidos por normas legales que permiten a grupos de distinto tipo transformar sus derechos en privilegios. No hay que olvidar que “privi-legio” etimológicamente hacía referencia a la “ley privada”, o sea que se aplicaba en favor de determinados grupos, y que no eran de carácter general como tendrían que ser -decimos “tendrían” porque no siempre lo son- las nuestras.

Es por eso, que partimos del suponer que se nos escapa muchas veces el observar que a través de regulaciones legales, se posibilita que sean muchos los que pueden edificar muros, con los que proteger su propia “quintita”.

Se da esto en el caso de los escribanos públicos, los que luego de un intento fallido de transformarlos de ambiguos funcionarios depositarios de la fe pública en profesionales, que con su título aniversario y honorabilidad comprobada están en condiciones de obtener la matrícula y ejercer todos ellos su profesión, volvieron al régimen del “numero con clausura” que cierra la posibilidad de que cumpliendo con aquellos requisitos cualquiera pueda ejercer su profesión libremente, sino que el número de profesionales por departamento – o sea el número de matrículas- está por ley fijado, con el añadido que en determinadas condiciones llega a ser algo similar a una herencia para el hijo del matriculado fallecido.

Dentro de la regulación para el ingreso, ascenso y traslado de personal del poder judicial provincial se da la curiosa circunstancia de que al menos según lo indica la norma -aunque ignoramos hasta qué punto se aplica la misma en la práctica- para poder ingresar a la justicia como empleado, queda vedada la inscripción a todo interesado que no tenga domicilio real en la jurisdicción en la que concursaría o no sea nativo de la misma. Otro muro con posibilidad de levantarse entonces, que viene a discriminar de una manera totalmente carente de sustento a quienes no han nacido o no se domicilian con anterioridad a pretender acceder a un cargo en la justicia provincial en la jurisdicción departamental donde se debe cubrir el cargo.

Por otra parte, ya nos hemos ocupado, tanto publicando información al respecto como en forma editorial, de la existencia en distintas localidades de nuestro departamento –algo que lleva a suponer que la situación en nuestro país a ese respecto es frecuente, o por lo menos inusual- queda prohibida la apertura de un local destinado a la venta de alimentos, bebidas y anexos dentro de un radio normativamente regulado en el que ya existan establecimientos del mismo tipo instalados.

O sea que aparte de una restricción manifiestamente inconstitucional, se da una suerte de beneficio “al que llegó primero” o le “ganó de mano”.

Todo lo cual viene a mostrar que estamos haciendo lo posible para morir sofocados. Ya que entre ese número creciente de regulaciones absurdas, y la traba burocrática cada vez más grande que no solo se hace más grande por la réplica hasta el infinito de las exigencias necesarias para cumplir e iniciar cualquier trámite y el tiempo de espera que mansamente se debe soportar hasta su conclusión –existe una leyenda urbana que da cuenta de una persona divorciada y con intención de reincidir, revistiendo de legalidad a lo que ya estaba consumado quien no pudo alcanzar su reincidente objetivo porque se murió antes de lograr que la oficina respectiva efectuara la nota marginal liberatoria de su condición de divorciado por sentencia judicial en el acta matrimonial respectiva, algo que no sería fácil de lograr, independientemente de las explicaciones que en algunos casos no son otra cosa que más que malas excusas…

Como se ve parecemos empeñados en procurar cuidar la “pequeña quintita de cada cual”, mientras da la impresión de desentendernos de la “quinta grande”, sin cuya supervivencia desaparecerán las chicas.

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