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"No encarcelaron a un hombre, quisieron matar las ideas", dijo este viernes Luiz Inácio Lula da Silva (74), tras abandonar la cárcel de Curitiba. Allí, cumplió 580 días de prisión por una condena en segunda instancia en el marco del “Lava Jato”, el más importante proceso contra la corrupción de las últimas décadas, que reveló una trama entre políticos, empresarios y funcionarios de la petrolera Petrobras.
¿Cómo recuperó su libertad?
El pasado jueves, el Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil decidió que las penas de prisión no pueden empezar a ejecutarse antes de agotar todos los recursos legales. Tras una muy reñida votación de 6 votos contra 5, se decidió así modificar la jurisprudencia previa, que establecía que las penas podían empezar a cumplirse a partir de una condena en segunda instancia. A partir de ahora, no se puede apresar a alguien a menos que haya sentencia firme. Con este nuevo estado de cosas, se prestaba a modificación el status de 4895 reclusos en todo Brasil, ex-presidente Lula incluido.

La incógnita del STF giraba en torno a la aplicación del artículo 5º inciso 57 de la Constitución Política de la República Federativa del Brasil (1988), el cual reza que “nadie será considerado culpable hasta la firmeza de la sentencia penal condenatoria”. El mencionado artículo había sido respetado hasta 2009, y era ejecutable cuando no había más recursos que desplegar por parte del condenado. Pero en 2016, se cambió el criterio (justo cuando se lo empezó a juzgar a Lula): así se empezaron a ejecutar las sentencias con condena confirmada en 2ª instancia.

Si bien no implicaba la liberación automática de los reclusos que eran afectados por la nueva decisión del STF, el juez federal Danilo Pereira Junior, de Curitiba, firmó este viernes la autorización para que el político deje la Superintendencia de la Policía Federal de Curitiba.Lula, ante una multitud que lo esperaba, agradeció el apoyo que recibió durante el tiempo que permaneció detenido. "No pensé que en el día de hoy podía estar aquí conversando con hombres y mujeres que durante 580 días gritaron por la libertad de Lula. No importa si llovía o había 40 grados, ustedes eran el alimento de la democracia que precisaba para resistir", destacó.
¿Por qué estaba preso?
En julio de 2017, un tribunal presidido por el ex- Juez Federal Sérgio Moro decidió condenar a Lula a 9 años y 6 meses de prisión. La condena llegó como resultado de la acusación que se hiciera en su contra de haber beneficiado a constructoras para llevarse un piso vacacional a nombre de un amigo suyo. Buena parte del material probatorio proviene del ex-presidente de una constructora, que pactó beneficios penitenciarios a cambio de la declaración.

Tras una apelación, el 24 de enero de 2018 un tribunal de segunda instancia confirma la sentencia de Moro y aumenta la pena de prisión a 12 años y 1 mes. Unos días más tarde, el 4 de marzo, el Supremo Tribunal de Justicia (STJ) rechazó un recurso extraordinario presentado por la defensa de Lula para que se prohíba una posible orden de arresto hasta que el caso tuviera agotadas todas sus instancias. Ante la negativa, se llevó el mismo pedido ante el Supremo Tribunal Federal, quien dos días más tarde lo rechaza y abre la puerta a que el tribunal de Moro pudiera ordenar la entrada en prisión del ex-mandatario.

El 4 de abril, entonces, el STF autoriza la detención del ex-presidente, y el juez Moro expide la orden de detención, por la cual Lula debía entregarse a las fuerzas policiales para el 6 de abril. Así, entonces, comenzaba su estancia en prisión, donde transcurrió los últimos 580 días. En 2019, tras una apelación de sus abogados, se había logrado reducir la pena a 8 años, con lo que se creía que pronto podría salir de la cárcel a finales de año, pero una sentencia por una segunda causa por la nueva impulsora de la macrocausa Lava Jato, la jueza Gabriela Hardt, le volvió a condenar por 12 años. La razón, otro segundo apartamento ganado por concesiones a otra constructora y por el que tampoco hay demasiadas pruebas de posesión.
De Lawfare y otras yerbas
En la primera década del siglo presente, la región latinoamericana tuvo lo que se conoce en la literatura académica como el “giro a la izquierda”, o el advenimiento de un conjunto de presidentes de centro-izquierda a la escena política. Estos son los casos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina, Lula y Dilma Rousseff en Brasil, Tabaré Vázquez y José Mujica en Uruguay, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Hugo Chávez en Venezuela, por mencionar algunos.

Estos gobiernos, en mayor o menor medida, se caracterizaron por una mayor redistribución social, por una integración continental, y por perseguir políticas “progresistas” que sacudieron los cimientos mismos de los patrones conservadores de acumulación en la región.A partir de la segunda década del siglo XXI, y ungidos bajo un manto de moralidad, de democracia y de “república”, los tradicionales sectores de poder no se quedaron de brazos cruzados y buscaron desandar la “pesada herencia”. Nosotros versus ellos, decían.

Históricamente, el golpe de Estado tradicional se desplegaba de manera violenta por parte de las fuerzas armadas (apoyado por sectores sociales), con impulso o tolerancia externa (por ejemplo, de Washington), se dirigía a reorganizar las ramas de poder y apuntaba a fundar un orden alterno.El "nuevo golpismo" es formalmente menos virulento, está liderado por civiles (con soporte implícito o complicidad explícita de los militares), mantiene una cierta apariencia institucional, no involucra necesariamente a una potencia y pretende resolver, al menos de entrada, una impasse social o política potencialmente ruinosa.

Los golpistas esgrimen ideas idénticas para justificar su conducta antidemocrática: preocupante "vacío de poder", "tendencia autoritaria" del mandatario, crisis política "autoinfligida", ambición presidencial "desmedida", intención de "perpetuación" en el Ejecutivo, “escándalos de corrupción” con pruebas poco contundentes. El derrotero ya es amplio: la remoción "legal" de Jamil Mahuad, en Ecuador, en 2000; el derrocamiento "institucional" de Hugo Chávez, en Venezuela, en 2002; la "salida" forzada de Jean-Bertrand Aristide, en Haití, en 2004; la sustitución "constitucional" de Zelaya, en Honduras, en 2009; el "putsch" policial contra Rafael Correa, en 2010; la “destitución” de Fernando Lugo en Paraguay, en 2012, y de Dilma Rousseff en Brasil, en 2016 y también la “sugerencia” de renuncia a Evo Morales, en Bolivia, este pasado domingo.

Enmarcado en este neogolpismo, hace unos años se hizo popular el término en inglés Lawfare (guerra jurídica o judicial) para referirseal uso abusivo de los procedimientos legales nacionales e internacionales -pero manteniendo una apariencia de legalidad- con el fin de provocar el repudio popular de un oponente. Bien podríamos considerar el caso de Lula como uno de ellos. El documento probatorio que fuera utilizado para condenarlo no contiene ninguna prueba de que Lula fuera dueño o viviera en el apartamento mencionado como motivo de soborno.

Aún más, en junio el diario norteamericano TheIntercept divulgó unahistoria en base a miles de conversaciones y mensajes entre el coordinador del Lava Jato, DeltanDallagnol y el juez que instruiría la causa, Sérgio Moro. Entre los mensajes se encuentra a Dallagnol recibiendo órdenes de cómo proceder en el caso Lula, así como se escucha a Moro dar pistas informales sobre qué investigar y qué decisiones tomar.

Entre lo filtrado, se lee a uno de los fiscales de Dallagnol decirle al mismo "ando muy preocupado por una posible vuelta del PT (partido de Lula), pero he rezado mucho para que Dios ilumine a nuestra población y que un milagro nos salve". También se lee a Dallagnol decirle a Moro en 2018 "¿qué te parecen estas afirmaciones locas del PT ¿Las desmentimos?", en referencia a unas acusaciones del momento y apelando al juez como si fuesen un equipo. Otra de las cuestiones llamativas fue el nombramiento de Sérgio Moro, juez que condenó a Lula, como Ministro de Justicia del gobierno de Jair Bolsonaro. Los judiciales fueron uno de los componentes clave de la alianza que llevó a Bolsonaro a ser presidente.

Parecía así que, con su victoria en las elecciones de Brasil de 2018, América Latina terminaba de virar a la derecha. La crisis económica y el estancamiento en la región, así como las protestas en Ecuador, en Chile, la victoria de Fernández en Argentina, y ahora la libertad de Lula, configuran otro round en las disputas regionales. Sumado a esto, el caso boliviano tampoco allana el camino hacia el futuro, donde otra vez aparecen las Fuerzas Armadas como actor predominante.

Para cerrar, me gustaría apelar a la reflexión del lector. Se buscó aparejar a los ex-presidentes del “giro a la izquierda” con la figura de antidemocráticos, en contra de la libertad de expresión y contra los derechos individuales. Pero, si repasamos rápidamente, la ex-presidente Cristina Fernández perdió 3 elecciones desde su salida del poder y no buscó hacer un golpe; Dilma Rousseff aceptó un juicio político de dudosa procedencia y aceptó su destino; Correa en Ecuador aceptó el rumbo que el país tomó tras el viraje de su delfín, Lenín Moreno; Lula aceptó estar 19 meses tras las rejas sin condena firme; y Evo Morales llamó a nuevas elecciones presidenciales tras ser acorralado por la derecha boliviana y la OEA, siendo finalmente obligado a renunciar.

En cambio, la derecha continental, supuesta defensora de la república, obró de otra manera. Encarceló a ex-dirigentes en Argentina por causas de corrupción sin sentencia firme; destituyó a Dilma y encarceló a Lula bajo maniobras aparentemente legales, pero poco transparentes; afirmó estar en guerra con las protestas sociales en Chile; quemó casas de dirigentes políticos, además de pedir intervención a las Fuerzas Armadas en Bolivia.

El “manto de legalidad” y defensa de la democracia que inculca la derecha latinoamericana, es entonces un mero blindaje mediático que oculta sus intenciones de hacerse con el poder de manera poco prístina, como dicta su tradición. En cambio, la centro-izquierda aceptó encarcelaciones, juicios políticos, destituciones y amenazas, para luego volver a recuperar el rumbo a través de procedimientos democráticos e institucionales. ¿Quién es el defensor de la legalidad, entonces? Quisieron matar las ideas, dijo Lula. Pero no pudieron.
Fuente: El Entre Ríos.

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