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Durante mucho tiempo, al decir “yo, argentino”, cosa que todavía ocurre, ahora con mucho menos frecuencia, estábamos utilizando uno de los tantos modismos auténticos, que transforman nuestra lengua en gran medida en una jerga parecida a un dialecto, que se vuelve para los extraños en algo casi incomprensible, si lo entreveramos con palabras del lunfardo.

Se trata de un modismo que si miramos bien las cosas, al ser usado, no deja bien a los que lo utilizan, por lo menos en la forma en que yo, con mis escasas luces, lo entiendo. Esmerándome siempre en corregirme y haciendo el esfuerzo de estar pensando todo el día y mantenerme avispa a todo lo que pasa a mi alrededor. Porque para mí, que me siento argentino hasta los tuétanos -que si se miran las cosas con detenimiento es ir mucho más que hasta los huesos- al momento de buscar medir la dimensión de un sentimiento me pasa cuando escucho esa mención algo extraño.

Es que me olvido que siempre, como buen cristiano, uno debe comportarse con el próximo y con el prójimo que no está próximo, como un buen samaritano, y sentir que me hierve la sangre, cosa que no puedo resistir, porque me sale de adentro una fuerza que viene a paralizar lo mejor de mí. Y que después hace que me desespere por hacerme perdonar; pero lo que pasa es que cuando oigo a alguien decir “yo, argentino”, repito y casi me atraganto al volver a repetirlo, no puedo dejar de mirarlo de una manera en que mis ojos no pueden dejar de expresar un menjunje de lástima y de desprecio manifiesto.

Algo que debo confesarlo, ya que no solo los errores hay que confesarlos y corregirlos, pero es mucho más difícil, y hasta imposible, hacer lo mismo con los defectos. La cuestión es que mi cara es todo lo opuesto que se pueda imaginar a lo que creo que se conoce como cara de piedra, utilísima según me cuentan, ya que es una ventaja para los jugadores de póker. Al revés de lo que me pasa a mí, que parecería que no tengo necesidad de hablar, porque si es como lo hiciera todo el tiempo con la cara, de no estar en un lugar obscuro, claro está.

Pero debo seguir adelante, porque con esa tendencia mía reconocida de irme por las ramas y terminar derrapando, últimamente han nacido quienes, buenamente y sin ánimo de ofender, me han dicho que tengo que tratar de ser menos “auto-referencial”. Algo que a decir verdad, aún en el caso que así fuera no me inquieta demasiado, porque lo mismo dicen de Cristina, la que maravillosa como siempre estuvo el jueves confirmando que es sinceramente sincera, y no embustera, como en forma insidiosa se refieren a ella los que la quieren mal. Porque hay que tener en cuenta que ella sigue siendo toda para Néstor y a pesar de estar ahora tan lejos lo sigue teniendo tan presente, algo de lo que solo un malvado puede dejar de darse cuenta. Autoreferente no; si hasta parece pertenecer al Rotary Club, aunque lo calla siempre parece actuar dando de sí sin pensar en sí, aunque en realidad en su caso lo hace sin pensar en beneficiarse.

Vuelvo a tratar de explicar por qué eso de escuchar decir “yo, argentino” me resulta tan molesto. Porque se usa esa expresión como queriendo significar varias cosas horribles como son “yo no me meto”, “a mí no me incumbe para nada”, “no me hable de nada, porque yo estoy afuera”, para rematar diciendo que “yo soy neutral” o tener como principio señero e inconmovible “ese no te metas” que no me explico todavía como Discépolo no encontró la forma de encontrarle un lugar en su tango “Cambalache”.

Pero las cosas están cambiando, aunque todavía hay que esperar. Es que al parecer el mundo está lleno de argentinos que han dejado esta tierra bendita y se han hecho un lugar no solo notorio sino materia de premios y reconocimientos apabullantes por méritos propios en ese mundo grande y ajeno al informar sobre ellos, hemos de un tiempo a esta parte aprendido a valorar la argentinidad a fuerza de intentar identificarnos con ellos.

Aunque el hecho de que hayamos prescindido del uso del “yo” no significa que, debiéramos haber empezado, cuando hablamos de un argentino, a emplear el “nosotros”, porque cuando no queda clara nuestra necesidad de funcionar en equipo, al intentarlo hacemos por lo general un desatre.

En tanto, no sé si ustedes se han dado cuenta de que los cambios del uso del “yo, argentino” los hemos comenzado a utilizar de una forma que de neutro nos lleva a aparecer como unos agrandados sin motivo, que muchas veces al menos nos mostramos como tales, porque al mencionar por ejemplo a Messi como argentino, no nos limitamos a decir que Messi es argentino, sino que lo que estamos diciendo es que “Messi es un argentino como yo”, de lo cual no hay sino un paso a decir que “si yo quisiera podría llegar a ser un argentino como Messi”.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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