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El valor que se asigna a palabras -y sobre todo los conceptos que ellas encapsulan- aparece como diferente, según el paso del tiempo. Así, la clasificación de las formas de gobierno elaborada por Aristóteles en la antigua Grecia, ha quedado totalmente “descuajeringada”. Las palabras monarquía, aristocracia, democracia, para referirse a las “formas puras”; y tiranía, oligarquía y demagogia, para hacerlo con las “impuras”, siguen siendo utilizadas, pero han dejado de estar “encorsetadas” en una clasificación sistemática y en muchos casos inclusive han perdido totalmente o se ha distorsionado hasta desnaturalizarlo, su sentido original.

A su vez, se ha visto de una manera trágica enriquecido el vocabulario, tal como ocurriera en la primera mitad del siglo pasado, con el uso y abuso del término “totalitarismo” y el concepto que es su contenido. Mientras que la palabra “autocracia”, al menos en ciertos ámbitos y hasta en determinados países, ha ido perdiendo su carga negativa, y existen quienes –aunque muchas veces disfrazando su nombre- hasta miran ese tipo de regímenes con una desvergonzada simpatía.

Algo parecido a lo sucedido con la palabra “capitalismo” – un vocablo de raigambre economicista, pero con evidentes connotaciones políticas-, que desde el momento que aparece como entronizado en China y Rusia, ha dejado de ser una mala palabra para tantos.

A su vez, hablar de liberales, libertarios y neoliberales, como al inicio indicábamos, son palabras que provocan pasiones encontradas en bandos opuestos, los cuales inducen a la tentación de calificarlos a unos y a otros como “fundamentalistas”. Grupos que, en un caso, tienen como estandarte algunas de esas palabras; mientras, en el caso de otros, se los ven como poco menos –cuando no un poco más- que un engendro diabólico, y como tal generador de todos los males, algo que viene acompañado con la vituperación de quienes se identifican de ese modo.

Entre tanto, al decir del intelectual mejicano Gabriel Zaidd, la militancia liberal y la libertaria aparecieron casi al mismo tiempo, en los siglos XVIII y XIX, con rasgos en común e importantes diferencias. Agregando que ambas, han recibido los embates de quienes ven la libertad como un peligro.

Es el mismo autor que señala que la palabra “liberal”, la que hoy es ante todo un término político, fue moral. No sonaba a liberalismo, sino a liberalidad. A la vez que recuerda que es un término que viene del latín “liberalis”, al que, en ese idioma, se le atribuía un significado que lo volvía similar a generoso, magnífico, noble, ilustre, honrado, bueno, benévolo, abundante, considerable.

Aquí también se nota esa mutación propia de los tiempos, ya que, en la actualidad, en el campo de la moral, cuando raramente se la utiliza, resulta equivalente a “tolerante”, mientras en otro sentido alude a una persona que es capaz de llevar a cabo –y al mismo tiempo- admitir todo tipo de desenfrenos.

Se sostiene que también en Francia se usó la palabra por primera vez hacia 1750, y en 1818 apareció “libéralisme”; y en 1858 “libertaire”, para mencionar a las personas “que no admiten ni reconocen limitación alguna a la libertad individual en materia social o política. Algo que no se opone a la existencia del Estado, pero que, de cualquier manera –y sobre todo en el ámbito de la economía-, busca acotar su presencia. Es decir, que no se oponen a la existencia del Estado, pero que se vuelven contra él, en el caso que el mismo se convierta en despótico.

El término “libertario” se aplica a quienes no solo rechazan la existencia del Estado acotado de una manera flexible como lo admiten los liberales, sino hasta quienes admiten un “Estado mínimo”, a los que consideran como libertarios inconsecuentes”.

Como lo señala también Zaid, en suma, los verdaderos libertarios no admiten siguiera la existencia del Estado, proclaman la libertad radical, e imaginan una sociedad en la que se da la acción coordinada de organizaciones de carácter voluntario como las cooperativas y mutuales.

De allí que solía decirse que “el hombre feliz era el que no tenía camisa”. Los libertarios afirman que el hombre feliz es aquél que vive en una sociedad donde no existe el Estado, ni nada que se le parezca. Es por eso que se reconoce a los que así conciben la vida social como anarquistas, ácratas o libertarios, o, como puede leerse en algún diccionario, “quien defiende la libertad absoluta, la supresión de todo gobierno y de toda ley.”

La mayor discrepancia entre unos y otros reside en la circunstancia que mientras los liberales creen que el Estado es un mal necesario, y de no ser así una institución que resulta indispensable en cuanto no cercene libertades y derechos, los libertarios creen que lo mejor es nada: ni Estado, ni patria, ni ley, ni amo, ni Dios. Y es por eso, que se ha afirmado que “tanto liberales como libertarios son combatidos, por quienes ven peligros en la libertad”.

Entretanto, al neoliberalismo, al menos en su versión “light”, se lo asocia con la “economía social de mercado”, a la que cabría explicar como una curiosa mixtura de Estado gendarme, liberalismo e inclusión social. Pero la referencia al mismo excede los límites de la presente.

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