Y aquí desperté. No alcancé a ver cómo se llamaba este tan magno emprendimiento. Imagino que figuraría en una placa, espero que no llamativa sino discreta y que tuviéramos que esforzarnos un poco para leerla. Y los horarios que harían posible la visita.
Tengo una clara preferencia por las librerías de viejo, en las modernas me aturdo un poco: nombres nuevos que no evocan nada, ¡los precios que dan miedo! Pero aclaro una cosa: no me refiero a las librerías de anticuarios, con ejemplares encuadernados en cueros suntuosos y mucho oro luciendo en armarios de roble, sino a pequeños locales grises atendidos por mayores: un anciano con melena de poeta, una señora temerosa, un joven barbado que parece descontento.
En general busco y no pregunto. Si hay conversación será breve y final. Una vez el dueño de una de estas librerías me contó que él distingue dos tipos de clientes: aquellos que entran con paso decidido y en forma muy directa piden un título de muy reciente aparición y parten sin aire de desilusión, y aquellos que entran con cierta cautela y van mirando minuciosamente los estantes y hacen más de un intento antes de sacar el libro y abrirlo con cuidado. Estos a veces compran, no pocas se arrepienten nerviosamente y parten sin saludar.
Alguien aventuró que hay una sola manera de agrupar los libros: los que valen para una hora o los que son para siempre. Olvidó el de los libros que no deberían haber sido escritos, pero a la larga el tiempo los sepulta.
A veces pienso, cuando visito estas librerías, que allí despierta en uno el instinto del cazador. La mirada panorámica, la focalización precisa, la frustración ante el tiro fallido o el libro equivocado. Alfonso Reyes escribió que "el viajar es arte de acicate y freno, como la equitación". Algo de eso hay en el frecuentador de estos, a veces sabios, lugares: el ímpetu y el tropezón, la frustración o el freno. En realidad, nuestra visita termina siendo un viaje, real e imaginario al mismo tiempo, y salir apretando algún volumen preciado tiene algo de cosecha o perdizlograda.
Cuando leo en los libros electrónicos y veo museos enteros a disposición de un click, sé que estas librerías están condenadas a desaparecer, sin alboroto, calladamente, como ocurre con tantas vidas. Y quizás para Colón ya sea tarde tener una librería de viejo, ni siquiera en alguna de esas calles que llevan a lo que una vez fue un puerto.