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Creo que el combate contra la discriminación es un gran avance de la humanidad. Quizás el mayor avance del siglo XXI. Hasta casi fines del siglo XX, vivíamos en sociedades en las que no todos los seres humanos eran iguales. El apartheid sudafricano recién finalizó en 1992. Hasta no hace tanto, la discriminación y la violación de derechos humanos básicos, aunque no fueran la regla, eran una práctica mucho más generalizada. Color de piel, género, orientación religiosa, orientación sexual, defectos físicos: sobraban los motivos para la discriminación, la mofa y hasta para el humor no malintencionado.

Esas prácticas discriminatorias están ahora muy desacreditadas y son motivo no sólo de reproche generalizado sino, incluso de cargas penales. No están erradicadas, pero es claro que ya no se puede hacer gala de ellas, como se hacía hasta hace tan poco tiempo atrás.

El problema está en que, junto con este gran avance de la igualdad y el respeto de los derechos humanos, algunas cuestiones comienzan a degenerarse y a engendrar sus propios vicios, que a veces toman las formas anteriores, aunque con víctimas y victimarios habiendo cambiado sus roles. La corrección política exagerada, y su extensión, el escarnio público, marchan a la cabeza de estos vicios.

A veces tengo la sensación de que se ha pasado del reconocimiento de los derechos legítimos a situaciones en las cuales tal reconocimiento se ha vuelto coercitivo, en lugar de ser algo natural. El caso del jugador uruguayo Edinson Cavani, del Manchester United, que fue sancionado por la liga inglesa por agradecer una felicitación de un amigo uruguayo con un “Gracias, negrito” es una muestra clara de estos vicios. ¡Horror! ¡Escándalo! Usar esa palabra prohibida (“negrito”, cabe aclarar) le valió una sanción por parte de la liga: tres partidos de suspensión y una multa de USD 136.000.

De nada valieron los intentos del jugador, de las ligas de fútbol sudamericanas, de las academias rioplatenses de lengua, o de los compañeros de equipo para explicar lo que no necesitaba explicación alguna: que la palabra “negrito”, por estas latitudes, es una muestra de afecto. El caso grafica eso de que la corrección política está, a veces, viciada. Castigar la naturalidad equivale a imponer la artificialidad. Ese puritanismo huele a hipocresía.

Cuestiones como las de Cavani no son inocuas. Muchas de las divisiones sociales que se crecen en el mundo están vinculadas con estas cuestiones, con estos cambios de privilegios. ¿O acaso en política no hemos entrado en la trampa de discutir más las formas que el contenido?

A los excesos del siglo XX le han sucedido algunos excesos del siglo XXI. Pecando de un exceso de corrección política, nos hemos rodeado de acusadores y carroñeros. Los medios hurgan en las vidas de las personas para acusarlas por pecados cometidos hace décadas, en un contexto completamente distinto de aquel en que ocurrieron. Peor aún: en este mundo hiperconectado, la difusión de la acusación es una sentencia de culpabilidad. Está a la orden del día el escrache público, la forma contemporánea del fanatismo que antes se expresaba con lapidaciones o cazas de brujas. ¡Qué vida miserable la de quien vive de señalar la paja en el ojo ajeno!

En nombre de la corrección política, se violan los derechos de muchos. Son otros, distintos de aquellos cuyos derechos eran se vulneraban brutalmente décadas atrás. Se altera, además, la carga de la culpa: todos somos malos hasta que probemos lo contrario. Yo creo que la cosa es al revés. No hay gente naturalmente mala. Claro que hay malvados, pero no son el común de la gente. Vivamos con naturalidad y no nos desgarremos las vestiduras por pelotudeces.

*Por Guzmán Etcheverry

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