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¿Cuál es la sociedad quebrada de la que se habla?

Acabo de leer lo que sigue: Una sociedad quebrada, y sin perspectivas de futuro, desata la negatividad entre sus ciudadanos. Estos como consecuencia de la crisis, son sujetos activos de la desconfianza, la rabia, el odio y el desprecio por el otro. Están, asimismo, expuestos en entornos de sobrevivencia y permanente confrontación.

Por Rocinante

Nos enfermamos de ira. ¿O será, más bien, de odio? Ese muchacho sudado, desencajado, que después de haber asaltado y escapado con todo lo que había en la casa, se vuelve y, justo antes de cerrar finalmente la puerta, percuta su Smith & Wesson y vacía cinco innecesarias balas en el arrugado rostro de una abuelita de 85 años inmóvil, ¿qué siente? ¿Qué siente el policía, repartiendo patadas en las costillas y cachazos en la frente, que le grita al estudiante de 21 años: “cállate maldito, cállate hijo de puta”? ¿De dónde salió tanta violencia?

A partir de los últimos largos años apareció en el espacio público un discurso concentrado en los defectos, las heridas, los vicios, la culpa y la deshonra, en los traumas históricos, en las desigualdades, la exclusión y la injusticia. Y las palabras, a pesar de que se crean signos vacuos, etéreos, tienen un poder constitutivo. El discurso oficial produjo una demarcación dicotómica del imaginario social y forzó a la adhesión e identificación con grupos de referencia por contraste con grupos externos adversos que recibieron todo tipo de proyecciones de desconfianza, recelo, desprecio, hostilidad, odio y rencor. El aparato psico-político de polarización fracturó la sociedad y se coló por las grietas existentes en toda colectividad para despertar los fantasmas del inconsciente colectivo. Si el uso de conceptos simples y totales sirvió para explicar y atribuir culpas a diestra y siniestra con una simpleza irresponsable y punible, la reversión del discurso y la inversión de valores desmontó los sistemas referenciales de control social.

Como compulsión a la repetición, el liderazgo por resentimiento produjo un proceso regresivo que nos remitió a la psicología colectiva del pasado remoto, a los tiempos en que temblaba la tierra con su revolución de resquemor y rencor. En muy poco tiempo pasamos de una psicología conciliatoria a una psicología controversial enfocada en la confrontación. Y, como alguien ha observado, pronto “la intolerancia política devino en agresión, colusión, zarpazo, puñalada”.

Con frecuencia, se explica la violencia como una consecuencia de grandes y lamentables males sociales como la pobreza, el desempleo, la desigualdad, la explotación, la marginalidad, el hacinamiento, la injusticia y la exclusión. Si bien tales factores son, sin duda, variables de peso, no hay relación causal entre ellos. Hay muchos países pobres con muy bajos índices de violencia. La violencia es, sin duda, un fenómeno social demasiado complejo para pretender abarcarlo en este artículo. Depende de un inmenso número de factores que van desde las condiciones económicas generales hasta la fortaleza del sistema judicial, las políticas de seguridad o el lugar que ocupan los carteles de drogas.

Sin embargo, si analizamos la curva de la estadística de homicidios en esta sociedad quebrada, la evolución de la tasa de asesinatos por cada cien mil habitantes, observamos una línea bastante estable y plana hasta el año en que empieza su ascenso marcado y sostenido hasta la actualidad. Hay una clara asociación entre el incremento de la violencia y el descalabro institucional. ¿Por qué? Porque no es la pobreza lo que ocasiona los homicidios, es la falencia institucional. No es el desempleo, es la impunidad. No es la desigualdad, es el elogio de la violencia por los líderes. No es el capitalismo, es el quiebre de las normas que regulan el pacto social.

El desmantelamiento de las instituciones de la nación se inició como parte de una estrategia de dominación sin miramientos por las consecuencias sociales que ello tendría. Luego pasó a deslenguada e impenitente destrucción institucional, terminó en saqueo de los valores, en desnudez moral, en anomia, ese “estado de ánimo del individuo cuyas raíces morales se han roto, que ya no tiene normas, sino únicamente impulsos desconectados, que no tiene ya sentido de continuidad, de grupo, de obligación”, como describe magistralmente un sociólogo al individuo sin normas que indistintamente podría definir al ciudadano actual.

El incremento cuantitativo de la violencia ha estado acompañado de cambios cualitativos mucho más desoladores que los simples números o cálculos estadísticos. Son reflejos de transformaciones perversas que han ocurrido en la estructura básica del carácter social y en las formas de relación entre los miembros de nuestra sociedad. El trato recurrentemente agresivo, el estallido por cualquier razón, el ensañamiento inexplicable, los asesinatos gratuitos, los tiros en la cara, los linchamientos, la negligencia y el abandono de las víctimas, la normalización de la patología, la pérdida valor del ser humano, la negación de la vida misma, dan cuenta de un desarreglo mucho más profundo que se cuela en la formación de la personalidad individual. El culto del malandra, de su estilo, de su forma de lenguaje y figuración estética, su importancia en la socialización y modelaje de las futuras generaciones, no sólo es una amenaza desde el punto de vista sociológico, sino que remite a complicaciones en la estructuración del carácter y a arreglos malsanos en el desarrollo del sí-mismo…


Si no se tratara de una descripción que cabe aplicar a tantas sociedades del mundo (como es el caso de la sociedad venezolana contemporánea a la que está precisamente dedicado el texto transcripto) cabría decir que, con un poco de exageración casi apocalíptica, pareciera que el articulista se estuviera refiriendo a la nuestra.

Es que parecemos estar viviendo una situación de una polarización tal, como consecuencia de la cual entre esas posiciones extremas el diálogo en su verdadero sentido no existe, ya que se ha tornado en lo que no es diálogo, porque se trata de un diálogo de sordos. Es que, ¿cómo podemos hablar de diálogo, si se ha llegado al extremo que las palabras que habitualmente se utilizan para describir las cosas, ahora tienen un significado diferente?
Política, conflicto abierto, guerra
De donde nos encontramos como sociedad, en una situación de conflicto abierto y apenas larvado. Es como si transitáramos haciendo cada vez más fatigosos esfuerzos en un camino que cada vez se vuelve más angosto, del que podemos salir aventando odios para ingresar en el camino del diálogo o caer en lo que para mí es en la ocasión innombrable.

Clausewitz, en realidad von Clausewitz, fue un militar prusiano, y a la vez renombrado teórico en ciencia militar, si es que se puede hablar en ese caso de ciencia, cuyo tratado titulado De la Guerra, sigue siendo materia de análisis no solo en las academias militares, sino en otros centros diversos de estudios, inclusive de marketing.

Mientras tanto, en ese gran público en el que me incluyo, se lo conoce, a veces hasta sin conocerlo, por lo que ha sido descripto como el concepto más provocador de su obra: la guerra es la continuación de la política por otros medios.

Una idea, que según se destaca, no tenía el menor matiz de cinismo, ya que lo que quería explicar es que la guerra moderna es un acto político, y esta manifestación ponía en juego lo que él consideraba el único elemento racional de la guerra. En su concepción, los otros dos elementos de la guerra son: a) el odio, la enemistad y la violencia primitiva, y b) el juego del azar y las probabilidades.

Sentencia que un filósofo francés contemporáneo buscó hacerla menos conmocionante invirtiendo sus términos al decir que la política es la continuación de la guerra por otros medios, mucho más civilizados, por no decir humanos, agregaría por mi parte. Referencias ellas, que quisiéramos creer que no son de todo aplicables al contexto en que nos movemos en la actual coyuntura.

Donde se hacen presentes las advertencias sesgadas de otro estudioso acerca de cómo puede terminar la democracia cuando señala que “la política es la organización sistemática de los odios, por lo que la democracia termina como una guerra civil sin lucha armada.” Aunque como él mismo lo admite, mejor decir que en vez de una lucha civil sin lucha armada lo que hay es una lucha armada verbal sin guerra civil.

De donde deberíamos adquirir la plena conciencia de que la lucha armada verbal sin guerra civil -en la que en la actualidad son tantos entre nosotros quienes dan la impresión de regodearse- a la lucha civil armada hay un solo paso de continuarse empujando a nuestra sociedad en el camino del odio, que en la actualidad exhiben tantos profetas. He dicho que hay un solo paso, algo que lo repito y lo remarco, aunque con la esperanza que sea una advertencia equivocada, y por ende innecesaria.
Desandar el maléfico camino emprendido exige comenzar por llamar a las cosas por su nombre
Debo comenzar por reconocer que los tiempos en los que nos ha tocado vivir no hacen que las cosas sean fáciles a la hora de cambiar de rumbo.

Siempre ha habido y habrá hipocresía. Pero lo que hace todo más difícil es que a diferencia de las aspiración de los filósofos de la antigüedad, que aspiraban a ver las cosas y los conceptos como claros y distintos y que daban por cierto la existencia de valores e inclusive le asignaban el carácter de absolutos, hemos comenzado por convertir la duda de un válido modo de razonar, en algo muy parecido a un estado de ánimo contextural, para casi concluir por relativizarlo todo.

Y digo casi concluir, porque hemos ido más lejos. Ya que nos hemos embarullado hasta tal punto que no solo las mismas palabras se utilizan para designar cosas no solo distintas sino también opuestas, sino que además de pretender dar a lo falso la consistencia de lo verdadero, hemos llegado a dar por inexistente lo que miramos sin ver pasar ante nuestros propios ojos.

Recuerdo de muy chico, el cuento aquel del rey al que unos embaucadores decían vestirlo una y otra vez con ropajes fastuosos, hasta que un niño de tuvo la ocurrencia de decir que el rey está desnudo, con lo que rompió el encantamiento, en que hasta el mismo rey había caído. Convencido estoy que repetido hoy ese cuento, no causaría gracia alguna a por lo menos una gran mayoría de nosotros, dado lo mucho que nos cuesta ver a los que nos mandan o quieren mandarnos como son realmente, por más que ellos, a su pesar, se muestren desnudos a nuestros ojos.

Y concluyo, por esta vez no entrando en ejemplificaciones que, aun en caso de ser admitidas como reales, solo servirían para agitar el avispero, repitiendo lo que acabo de decir, cual es que nada comenzará a cambiar hasta que, como lo decía una antigua propaganda comercial, no comencemos a llamar pan al pan y vino al vino.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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