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La confesión de Wagner es punto de inflexión
La confesión de Wagner es punto de inflexión
La confesión de Wagner es punto de inflexión
No sabemos si lo somos, o nos gusta parecerlo, o si se nos ha tomado por tales. La cuestión es que luego del surgimiento del “gloria gate”, o de escándalo de los “cuadernos de la corrupción”, o de la “zaga del escribidor Centeno”, o como quiera que se llame, no cabe la duda que merecemos ese nombre.

Dado que se nos ha tomado “por giles” y estaba merecido que así se hiciera. Porque hace mucho que veíamos como se dice “la punta de iceberg”, de por sí un escándalo y hacíamos como si no nos diéramos cuenta.

Empezando por los jueces, esos que son en realidad los primeros “arrepentidos”, aunque seguramente querrían exorcizarnos con eso de que “la boca se te haga a un lao”, en el caso que así los nombráramos.

Siguiendo por los diputados justicialistas actuales y con “mandato cumplido”, o M.C. -como les gusta llamarse, errando en buscar convencerse que el de diputado es una condición transitoria en las personas, y no un título vitalicio casi nobiliario-, y que ahora forman rancho aparte, magnificando su decisión de dejarla a Cristina sola en la estacada.

Y con toda esa cohorte de “aplaudidores” en la que había de todo, que en el caso si no se han deshilachado, permanecen con la boca cerrada como si les hubieran cosido los labios con un cierre relámpago. Y al final, por todos nosotros que no hicimos todo lo indecible, y a un más que ello, para que las cosas no llegaran a los extremos que intuíamos en parte pero cuya longitud no imaginábamos.

Hacemos un paréntesis, para expresar nuestro respeto a todos los auténticos seguidores de Cristina, esos que nunca fueron por conseguir ni un solo mango, que aun a la altura de estos tiempos mantienen incólume una fidelidad que solo es explicable por ser de una naturaleza casi religiosa, frente a la cual debemos rendirnos, porque ingresamos en este caso en un campo dentro del cual resulta inútil esgrimir razones.

En suma, lo que era solo “una cosa de no creer” ha resultado al fin y al cabo tan solo la punta de un ovillo. De cuya dimensión solo nos volveremos conscientes en el caso de que la sociedad toda muestre su decisión de llegar “hasta el hueso”. Porque todo lleva a presumir que la cosa recién empieza y que el desparramo será grande. No se trata solo de “los bolsos” –esos que se llevaban y hasta se revoleaban llenos de billetes, a los que no se los contaba uno a uno sino que su número se establecía pesándolos como si todo fuera cuestión de kilos-; sino de llegar a ubicar hasta el último “quiosco”, o mejor aun, hasta el último “quiosquito”.

La pregunta del millón es si estamos dispuestos a llegar hasta extremos que pueden significar el desencadenamiento de un enorme terremoto, de esos capaces de no dejar ni un títere con cabeza.

Hubo así un momento,- luego de la noticia de la investigación que se había iniciado por la aparición de la copia de los cuadernos de Centeno-, que se tuvo la impresión que íbamos a llegar a un final prolijamente acotado. Con el desfile de empresarios “arrepentidos” a los que se los veía repetir las mismas frases de un único libreto, en el que reconocían haber entregado una suma que era “poco más que un vuelto”, para una campaña, electoral, luego de lo cual se marchaban a su casa con el brillo que da el alivio de un arrepentimiento en su mirada, a comer perdices como otrora concluían invariablemente los cuentos con un final feliz.

De donde la confesión de Wagner, el mandamás del club empresario de la obra pública, se constituyó en un segundo punto de inflexión, de una trascendencia mayor que el de la aparición de las copias de los cuadernos de Centeno, aunque ello no signifique desdecirse del valor que demostró su ocasional tenedor al facilítaselos en préstamo al periodista Diego Cabot, ni empequeñecer en nada el mérito del mismo al mostrar con su comportamiento que no solo era un auténtico periodista, pero más que todo un ciudadano cabal.

Porque luego de contar con el relato de Wagner, los empresarios arrepentidos tendrán que terminar de sincerarse, si es que quieren que se los tenga en definitiva por tales.

Y hacerse responsables solidarios, de los daños infringidos al Estado por los funcionarios venales, a la vez que se piense seriamente en la posibilidad –que para nosotros es una necesidad- de eliminar a las empresas gestionadas por los empresarios arrepentidos de los registros de contratistas de obras públicas oficiales.

No ignoramos que una decisión de este tipo tiene un costo, ya que significa rescindir contratos en ejecución y llamar a nuevas licitaciones, pero dejamos planteado el interrogante de que, si se quiere una conversión en serio de nuestra parte, debe o no pagarse ese costo.

Se debe -al respecto- lograr superar dos obstáculos. El primero vencer la resistencia de los corruptos que recurren a mil y una artimañas con el objetivo de mostrar a las investigaciones en curso como si fuera nada más que un montaje, del mismo modo de aquellos con que se nos engatusaba en la época del relato. A lo que se agrega el hecho de que esa estrategia de una manera no querida, pero de cualquier manera existente es facilitada por el escepticismo de que dan cuenta importantes sectores de la sociedad, cansados de que “todo termine en la nada”.

De allí que es crucial el dilema con el que nos enfrentamos, que no es otro de si estamos o no decididos a dejar de ser "los hijos de la pavota". Una decisión en la que optar por dejar de serlo tiene costos que pueden llegar a ser inmenso. Sin dejar de reconocer que la opción contraria significa seguir avanzando en el camino de una decadencia irreversible.

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