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Lo hecho, hecho está. En una sociedad tan cercana a una explosión, como es el caso de la nuestra, la actitud que se debe tener ante el escándalo, más que seguir machacando sobre el mismo, es hacer que quienes integramos nuestra sociedad, comprendamos la real dimensión de lo ocurrido; que no es otra cosa que una versión atenuada de tantas cosas tremebundas que nos ha tocado vivir en el pasado, y que, como consecuencia de ello, no recaigamos ni siquiera en la tentación de reincidir en comportamientos de este tipo.

Nos estamos, como ya se habrá intuido, refiriendo a la proporción día a día mayor de “ladrones de vacunas” que existen entre nosotros. Frente a la cual asistimos a una reacción totalmente fuera de lugar del presidente Fernández. Reacción vestida invariablemente de su tono doctoral, ya que viene, con su furioso desparramo de invectivas en la materia, más que con un estéril ataque, a ensayar una defensa y a confirmar que lo ocurrido sería todavía más grave de lo que habíamos supuesto.

Se nos ocurre que para centrar la cuestión en forma más adecuada a la coyuntura, lo más importante no es la denuncia de “privilegios”, por otra parte siempre censurables.

En ese sentido cabría señalar que la versión más actualizada, y por ende más comprensible, de lo que los privilegios significan, está presente en una frase acuñada por George Orwell, en su reconocida sátira política “La rebelión en la granja”, en el cual se relata cómo una imaginaria “declaración de derechos de los animales”, votada unánimemente por todos los que vivían en la finca, y pintada sobre la pared -si no recordamos mal, de un granero-, en su primera norma refirmaba la convicción que “todos los animales son iguales”. Principio, al que los cerdos aspirantes al dominio del poder territorial, enmendaron subrepticiamente agregando a ese enunciado la salvedad que, si bien ello es cierto, lo es también que “algunos son más iguales que otros”.

Con lo que con ese agregado, se venía a decir que la ley general, dejaba de serlo; como consecuencia, que ella admitía excepciones. Algo que ocurría cuando su validez no estaba sustentada en la razonabilidad propia de lo que es justo, sino que, habían sido instituidas arbitrariamente por quienes gobiernan.

Hubo tiempos en los que las normas jurídicas no tenían como una de sus características la de “la generalidad”, que hace a su esencia. La misma a la que nuestra Constitución toma como suya, al establecer el principio de “igualdad ante la ley”. Principio que venía a quedar limitado por la existencia de “excepciones”, también legalmente establecidas, y en las que la arbitrariedad o el capricho estuvieran ausentes.

Eran tiempos -los que lamentablemente no se han ido del todo- en que existían “normas especiales” para los diversos sectores de la sociedad, de manera tal que su “generalidad”, como característica, no existía.

No se trata entonces de buscar las “excepciones” a la ley, sino que se vivía en medio de un universo de “privilegios”, o sea de “leyes privadas”. Al respecto, se debe tener en cuenta que aquella palabra -en singular, “privilegio”- proviene del latín “privilegium”, compuesta por “privus” del verbo “privare” (privado, particular, de uno mismo), “legio” que viene de “legalis” (relativo a la ley) y del sufijo “ium” (“io”, que indica relación).

Abrimos un paréntesis, a los fines de interrogarnos si nuestra actual situación “encaja” en el universo de los privilegios. La respuesta, en nuestra opinión, es negativa. Ya que si es cierto que damos la impresión de que la mayoría de nosotros parecería vivir regido por “su propia ley” -lo que en realidad es la muestra de pretender vivir haciendo lo que “se le da la real gana”-, lejos estamos dentro de un “universo ordenado” como era aquél.

De allí que el vivir dentro de un mundo ordenado en el que la ley es igual para todos, y las excepciones son también por ella establecidas, y por su sustento razonable el común las ve como justas, sea para nosotros una ficción.

En parte, porque a las excepciones, muchas veces se las fuerza y retuerce de tal manera que se convierten en privilegios. Junto a lo cual se da la circunstancia de privilegios que buscan ser “blanqueados”, con el equivocado argumento -por otra parte frecuente en personas que, si bien están intelectualmente bien formadas, se muestran cuando no deshonestas, al menos confundidas- que lo transgresor no es “clandestino” -ya que, aunque se logre deliberadamente que permanezca oculto- no deja de ser ilegal, aunque se lo tenga por “tolerable”.

Prueba de lo cual es lo que ha pasado en materia de vacunación, en lo que hace al orden de prioridades en su aplicación respectiva, al añadir a las legalmente especificadas -trabajos esenciales, mayor vulnerabilidad por riesgos específicos en materia de salud, o los que han alcanzado una determinada edad-, categorías añadidas al margen de la ley -en cuanto las mismas no se mencionan como excepciones, como son la de los “trabajadores estratégicos”.

Mientras tanto, la diferencia entre las excepciones y las seudo-excepciones -que en realidad son privilegios- reside en el hecho que las primeras son de carácter objetivo, mientras que las otras son de naturaleza subjetiva, y por ende falsas.

Es que, así como es casi un lugar común, admitido casi universalmente, que en toda sociedad existen “funciones esenciales” en cuanto no se puede prescindir de ellas, no puede hablarse de hombres “esenciales” por cumplir funciones estratégicas.

Algo que pretende mostrarse erróneamente por quien ejerce un cargo, o ese mismo “vacunado” que busca reforzar emocionalmente su comportamiento al ejercerlo, como es el caso de los convivientes a los que pretenden se sumen choferes, cocineras, mucamas y nietitos; al considerase como “imprescindibles” en cuanto “personas esenciales”.

Pero la cruda realidad es que no existen seres humanos esenciales, en cuanto imprescindibles, independientemente que se deba desconfiar de aquellos a que se los tiene por tales, o a los que se consideran a sí mismos como providenciales; ya que nadie es imprescindible, y hasta debe inspirar lástima, el que así se considera.

Una cuestión verdaderamente problemática es la vinculada con el dar a conocer listas con el nombre de los ladrones de vacunas. Es que esto es parte de otra mayor, cual es la que tienen con los beneficios y consecuencias que resultan de la debida transparencia en la gestión oficial.

En nuestro caso no dudamos de su necesidad, pero existe otra cuestión que es materia de nuestra preocupación. Esta vez, vinculada con el interrogante acerca de la decisión de muchos a los que se ve indignados por la situación que nos ocupa, de llegar a encontrarse en iguales circunstancias.

Porque la hipocresía en el decir y en el actuar, es radicalmente incompatible tanto con la transparencia, como con su defensa.

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