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Estaba pensando en los chicos que habían quedado entre perdidos y escondidos en Tailandia en una cueva junto a su preparador de fútbol, apenas mayor que ellos. Suertudos los chicos al ser rescatados en la forma que ocurrió. Fenómeno de persona el preparador, que los mantuvo vivos enseñándoles a meditar.

Algo que tengo que aprender a hacer. Sobre todo en mi caso, que me paso todo el día pensando. Fue en ese momento que me acordé del buzo muerto por asfixia en el rescate. Una verdadera pena por el lado que se mire. Por un lado por la familia y por otro porque no tenía necesidad de meterse en el barro aguachento, jubilado como estaba.

Así estaba cuando llegó mi tío. A quien le conté lo que pensaba. Añadiendo que del primero que se olvidarán es del que murió, el que si bien no es un héroe es un mártir. Al menos así me parece. Y seguí preguntando qué se podría hacer, para mantener al menos viva su memoria.

Algo que mi tío encontró difícil. Me dijo que lo común en esos casos, al menos entre nosotros, todo termina poniéndole el nombre del héroe o del mártir, o de quien muchas veces no es ni una cosa ni la otra, a una calle, a una plaza o cuando más a un poblado, que incluso puede ser una ciudad. Pero que al final, de nada sirve para rescatar a nadie del olvido, ya que cuando se pregunta por qué lleva tal nombre una calle o un pueblo, son pocos a los que se les ocurre preguntarse quién fue en vida la persona que a una u otro le dio su nombre.

Y me puso el ejemplo de Luis Viale. De quien se acuerda cada vez que va a Paraná para volver el mismo día. El mismísimo Viale que le dio el nombre al pueblo, y que es más recordado porque allí funcionó un reformatorio -palabra y cosa horrible, dicho sea de paso- y por vivir allí un empresario que se hizo muy de abajo y que se llamaba José María, María era su apellido.

El que tuvo, según agrega mi tío, su mayor desilusión, cuando no pudo sacar a uno de sus sucesivos amigos gobernadores -acota que aquél tenía la rara habilidad de ser siempre oficialista- del pantano en el que se había metido al hacer que el gobierno comprara el frigorífico de Santa Elena.

Con lo cual los dos nos habíamos olvidado de Luis Viale y qué fue lo que hizo para merecer tan poco, porque fue grande su acción. Así mi tío me contó que se trataba de un rico empresario de San Nicolás que por los setenta del mil ochocientos viajaba en un vapor de Buenos Aires a Montevideo, y cuando ya se veía la costa oriental, explotó la caldera.

Al barco se lo veía yendo a pique con el explicable alboroto de tripulación y pasajeros. Fue el instante en que vio Luis Viale a una mujer con su pequeño hijo desolada por carecer de salvavidas, y sin dudar le dio el suyo, mencionó su nombre y le pidió que, en el caso de no llegar vivo a la costa, avisara a su familia que se había ido al cielo montado en su recuerdo y con todo su cariño.

Y fue allí que me quedé pensando que cada vez que pase por el pueblo recordaré a los chicos tailandeses, a su preparador, al buzo que murió y al mismísimo Luis Viale.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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