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No sabemos a ciencia cierta si la obesidad es una enfermedad, o tan solo el terreno abonado para que surjan diversas enfermedades, al mismo tiempo que produce una mala calidad de vida personal y transforma al que la padece en una víctima, al menos potencial, de buylling.

De cualquier manera su propagación a sectores cada vez más vastos de la población, lleva a que quepa considerarla al menos como una “enfermedad social”. Inclusive por el hecho de que en muchísimos casos, y tratándose siempre de una “mala gordura” por lo enfermiza, es consecuencia de una nociva alimentación, y en no pocos de ellos resultado del hecho que quienes llegan a ser obesos lo son por necesidad, ya que no tienen otro tipo de alimentación a su alcance sino solo la que los convierte en tales. O sea que se trata de “desnutridos invisibles” en cuanto son “mal nutridos”, algo que significa, al menos potencialmente, otra forma de llegar a “morirse de hambre”.

No es extraño entonces que tanto la UNICEF, como otras organizaciones internacionales, así como organizaciones no gubernamentales estén dedicando a esa temática una atención especial, con resultados que no son desgraciadamente los esperables, por una serie de factores a los que más adelante tendremos ocasión de hacer mención.

Es que antes de hacerlo, nos parece oportuno mencionar las cinco metas que se considera necesario transformar en verdaderas “políticas de estado”, con el objeto de combatir ese flagelo y que son las siguientes:

• prohibir la promoción, publicidad y patrocinio de alimentos y bebidas no saludables.

• proteger adecuadamente escuelas y otros entornos frecuentados por niños y adolescentes garantizando que sean libres de promoción y/o venta de productos perjudiciales para la salud.

• regular el etiquetado frontal de los alimentos y bebidas para identificar con claridad aquellos que sean altos en sodio, azúcares libres y grasas.

• establecer impuestos especiales para alimentos y bebidas de bajo valor nutricional, y subsidios para alimentos naturales, en especial frutas y verduras.

• Complementar todas las políticas con comunicación masiva y campañas de educación nutricional.

Se trata en todos los casos de medidas razonables y en apariencia de fácil aplicación, pero del mismo tipo de otras que reúnen ambas cualidades pero que no pasan en la práctica de quedarse en meras declaraciones, porque como es sabido el camino hacia el infierno está sembrado de buenas intenciones.

Señalábamos más arriba la existencia de factores que llevan a que la proclamación de esas metas no tengan los resultados esperables. Todo ello por la existencia de dificultades que van desde intereses económicos hasta limitaciones intolerables de carácter presupuestario, que impiden que esas metas se plasmen precisamente en políticas de estado.

Así es harto problemático que se llegue a la prohibición de la publicidad – al mismo tiempo es inimaginable la prohibición del consumo- de bebidas gaseosas sin alcohol que “cada día refrescan mejor”, o de alfajores como es el caso de aquellos cuya venta se promueve como la de “el grandote o la del chiquitito”. O que lo grandes clubes deportivos no se sumen en apoyo, por la resistencia de las empresas que como sponsors colocan en las camisetas de los jugadores su marca.

Resulta difícil de lograr que inclusive en los propios kioscos escolares, manejados en otros aspectos por encomiables cooperadoras de las escuelas, se vendan únicamente productos que contribuyan a educar en miras de lograr una alimentación sana, y mucho menos que en los kioscos ubicados en las cercanías de las escuelas se actúe en la misma forma. Y a esta altura permítasenos una digresión referida a la necesidad de que los comedores escolares sean dotados con los fondos suficientes para que puedan suministrar a los niños un dieta correctamente balanceada, en conocimiento de la dificultad de hacerlo muchas veces con los fondos recibidos con atraso y cuya litaciones transforman al personal vinculado con ese servicio en verdaderos ecónomos, por no decir en economistas.

Aparece también como dato curioso que la misma entidad que agrupa a las mayores empresas de productos alimenticios de país, se sume a la preocupación acerca del etiquetado frontal de los alimentos y bebidas para identificar con claridad aquellos que sean altos en sodio, azúcares libres y grasas, cuando en la actualidad esas mismas empresas buscan la manera de ubicarlas en los lugares menos notorios de ese etiquetado y con una letra tan pequeña que parecería muchas veces destinada a ser leída solo con lupa.

Dicho todo lo cual, cabe señalar que nuestra intención no es sembrar desesperanzas, sino que tiene como objeto -pidiendo disculpas por si el método utilizado no se considera el adecuado- sacudir a los encargados de que esas metas se implementen en políticas que lo hagan posible. O sea de lo que se trata es de lograr que reaccionen, al mismo tiempo que conseguir que una opinión pública concientizada se sume al reclamo.

Demás está decir que un programa de concientización en la materia, si bien debe estar dirigido a toda la población, es en gran medida un llamado de atención para los padres y debe estar focalizado sobre todo en los escolares.

Ya que resulta hasta obvio señalar que es en la niñez y en la adolescencia sobre todo, la edad en la que se incorporan hábitos de comportamiento, que si en esos momentos de la vida no lo hacen, resulta harto difícil que después se los adquiera.

Y es a este respecto que se hace presente la oportunidad – y hasta la necesidad diríamos- de abrir otro paréntesis, porque en ese desdibujar, por no decir perder el rumbo del papel del sistema docente, no solo en lo que tiene que ver con satisfacer lo que parece como prioritario, cual es la adquisición de conocimientos por parte de los educandos, sino algo que en realidad debe considerarse más importante aún, como lo es la internalización de valores y pautas de comportamiento que en épocas que parecen lejanas se conocían como deberes de urbanidad. Claro está, y es necesario ponerlo de relieve, que en ello se hace presente una responsabilidad principal en cuanto prioritaria, de los padres, algo que éstos para su desgracia y la de sus hijos muchas veces olvidan.

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