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La familia Robles reclama contra la usurpación
La familia Robles reclama contra la usurpación
La familia Robles reclama contra la usurpación
Las tropelías que se cometen en la zona de los lagos de nuestra Patagonia, por parte de grupos de auto invocados como mapuches, que en una gran proporción se los ve en realidad disfrazarse de tales, sin serlo, con el objeto de invocar como justificativo de su accionar su falsa pertenencia a un “pueblo originario”, ocurren demasiado lejos de nosotros, para que nos provoquen la indignación que ello debería causarnos.

Es que se hace necesaria una especialísima empatía, para sentir en carne propia los ataques a sus propiedades que, cuando no quedan destruidas como consecuencia de un incendio, se las ve apropiadas por los agresores; junto a amenazas muchas veces concretadas contra la vida de su pobladores, unidos a actos de vandalismo indiscriminado en contra de los habitantes de las localidades de esas comarcas.

No debería ser así, ya que hechos de esa naturaleza no solo deberían provocar, cuando menos, el interrogante acerca de ¿y si a mí me pasa?, a la vez que percibir ese tufillo propio de los “aires de malón”, que no podemos dejar de respirar, y que deberían ponernos en alerta.

Algo de eso han de haber olfateado todos aquellos, que días pasados, en “Costa Río Uruguay”, un paraje del departamento Gualeguaychú, se agruparon para hacer público su acompañamiento a personas que habían sido víctimas de un despojo, que quince días después quedaba todavía sin reparar.

La solidaridad así puesta de manifiesto, lo era con cinco hermanos apellidados Robles, que cuando menos eran los continuadores de la posesión de un abuelo suyo, que lo entró a ocupar a título de dueño, hace de eso más de medio siglo atrás.

Y que lo hacían en forma pacífica hasta que una persona que no invocó su pertenencia a un pueblo originario, sino que se decía nieto de otro abuelo distinto al de los Robles, a quien atribuía la propiedad del predio, ingresó a él y se aposentó en la única vivienda existente, y pasó a ejercitar las plenipotencias “de dueño de lo ajeno”.

Se trata de una situación que no es novedosa, ya que cualquiera de los que aquí vivimos, sino lo hemos sufrido personalmente, tenemos noticia de un conocido, o de un conocido de otro conocido, que haya tenido que pasar por un trance semejante…

Queda por destacar ante estos casos, más allá de la indignación que ellos deben provocar, unido a la posibilidad que lleguemos también remotamente a ser una víctima más de un ultraje parecido, no se puede dejar de pasar por alto, y por eso debe destacarse negativamente la manera parsimoniosa, adornada de una aparente meticulosidad, con la que actúa primero la policía, y luego la justicia, cuando se denuncian hechos de esta índole.

Se debe admitir que, cuando “grande es el malón”, y sobre todo cuando en el mismo se incluye la presencia de menores de edad, se debe necesariamente actuar con un especial tino, con el objeto de evitar daños colaterales, de alargar los tiempos del lanzamiento, dispuesto casi de inmediato – o sea de una información sumaria efectuada con celeridad para imponerse de la situación- por parte de la justicia. Así se remarca que la decisión ordenando el desalojo debe ser rápida, se debe dar, a la vez, de una cauta energía en la ejecución, apelando en lo posible a hacer valer la persuasión con el objeto de evitar generar un mal mayor.

Pero no debemos engañarnos, de manera que por mirar al árbol dejemos de ver el bosque tal como se dice habitualmente. Es que casos como los relatados son observables cada vez con mayor asiduidad y a la vez con tendencia a extenderse territorialmente.

Algo que viene a significar que esas situaciones pasan a ser parte de un estado de cosas endémico. De manera que, ante esa circunstancia, lo que está en juego no es solo el derecho de cada uno a lo que es suyo, y como tal le pertenece. Sino que, observado el cuadro desde una perspectiva más amplia – el bosque en lugar del árbol o algunos de ellos-, viene a quedar en claro que ante esos casos, además del derecho de propiedad, lo que se pone en juego es el “orden social”.

Un estado de cosas que por sí mismo es un valor principalísimo, en la medida que ante su ausencia tambalean, cuando no terminan destruidos, una variedad de otros valores, que se particularizan en lo que en el ámbito del derecho se designa como “bienes jurídicamente tutelados”.

De donde cabe concluir señalando que no existe ningún bien sin tutela, es decir sin protección, y de allí la importancia de un sistema de justicia que a la probidad y al saber, se una también la celeridad.

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