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Foto: Daniel Martínez/EER.
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En ocasión del debate que se celebró días pasados, entre candidatos en carrera, y uno aparentemente en la banquina, a alcaldes de Colón -expresión que de un tiempo a esta parte se utiliza para referirse a nuestros tradicionales intendentes municipales que formalmente han pasado a merecer el trato legal de presidentes, con el que casi no se los menciona, situación que nos lleva a conjeturar que en algún momento hablaremos de “carros” al referirnos a automóviles- se escuchó a uno de los protagonistas del encuentro preguntarle a otro, de una manera elíptica, acerca de su posición respecto al aborto.

Pregunta que mereció una respuesta por parte del interrogado en los mismos términos. Porque resulta claro que lo que quería el interpelante no era saber si Colón debía ser declarada o no una “ciudad pro vida”, sino la postura del interrogado respecto a ese tema. Y si fuera el caso, el que en realidad no lo es, de terciar en esa confrontación, por ese impulso irrefrenable de meternos en cuestiones que al parecer no nos incumben, pero respecto a las cuales nos lanzamos voluntaria y honestamente al ruedo, diríamos que los dos, el interrogador y el interrogado, no estuvieron acertados, el primero en la pregunta y el segundo en su respuesta, aunque el primero estuvo más desacertado que el segundo. Porque la pregunta acerca de si la nuestra es una “comunidad pro vida” -dejando a un lado la intención que no discutimos del juicio positivo que puede mover a efectuar una declaración de este tipo- lamentablemente se inscribe en declaraciones altisonantes e improcedentes, a los que nos tienen acostumbrados miembros de los cuerpos legisferantes -se trata de senadores, diputados o concejales- así como a los activistas de distintos colectivos en circunstancias varias. Es que se da un primer caso que cuando esas categorías de personas se quedan sin ideas, empiezan a presentar proyectos de declaraciones con proclamas absurdas como sería declarar a Colón ciudad desnuclearizada o enemiga de la poliomielitis, o a la provincia impedida de exportar ni siquiera un gramo de aserrín de eucalipto a los vecinos del otro lado de la costa, cuando no nos sorprendería un pedido de la institución del día del acordeonista a piano.

Están asimismo aquéllos que esgrimen consignas más consistentes, y por ende a las que se puede tener por válidas y ser merecedoras de respeto, pero que parecen ser formuladas tan solo con el objeto de tranquilizar sus conciencias y de inmunizarlas de toda necesidad de remordimiento, como es el caso de quienes nunca pasan de los dichos a los hechos, o sea al de las patéticas miserabilidades, a las que hacía referencia repetida uno de nuestros más encumbrados hombre públicos.

Es que ¿es correcto llamar a Colón una “ciudad pro vida”? Se nos ocurre que la mejor forma de responder a esa pregunta es hacerla con otras. ¿Es una ciudad católica, o identificada con el culto que les parezca o con ninguno? Indudablemente existe una amenaza que por lo invisible pasa inadvertida aún a las personas mejor intencionadas, cual es la de avanzar en el camino de la instauración de una comunidad totalitaria. Es que en lo único en que nadie puede discrepar es que el fin es tener como meta, no siempre del todo realizable, el hacer de nuestra ciudad una comunidad armoniosa y saludable. Eso en lo que respecta a la pregunta. Y en lo que hace al tenor de la respuesta, teniendo en cuenta el sentido de la primera, hubiéramos preferido escuchar una respuesta concreta, que viniera a indicar que quien aspira a gobernarnos con toda claridad, no tiene reservas mentales. Porque como vecinos que somos no es el factor decisivo el confesarse en forma categórica en favor o en contra del aborto y expresar dudas al respecto. Ya que en ese sentido lo único que importa a la postre es el trato respetuoso a aquél con el que discrepamos.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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