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El 7.7% de inflación de marzo es un indicador elocuente de que el Gobierno Nacional tiró la toalla con las metas del acuerdo con el FMI. No hay pandemia, ni nuevas guerras que aumenten el precio de las materias primas, ni algún otro shock externo que explique parte del índice. Todo el índice responde a causas propias: el déficit fiscal financiado con emisión monetaria.

El FMI dio por cumplidas las metas que se habían establecido para 2022, pero el comienzo de 2023 en materia de números fiscales, financiamiento monetario y acumulación de reservas da cuenta de que las metas del año son quiméricas. La cuarta revisión del Acuerdo de Facilidades Extendidas introduce cambios en las metas de acumulación de reservas, para contemplar las dificultades que plantea la sequía, pero conserva estimaciones demasiado optimistas para variables como la inflación y el crecimiento, y en consecuencia para las metas de déficit fiscal y emisión monetaria. Podría decirse que el FMI hace la vista gorda, con proyecciones alejadas de los escenarios probables, para evitar que el acuerdo se caiga.

¿Será esta la última palmada amistosa del FMI antes de ponerse duro? Esta semana, antes de reunirse con el ministro Sergio Massa, la número dos del Fondo, Gita Gopinath, dijo en una entrevista al diario El País de Madrid que la sequía demandará medidas fuertes para contener el gasto.

A los economistas oficialistas, las metas del acuerdo les parecían “un fósforo para la sequía”. Ahora, los dichos de Gopinath les parecerán una bomba. No entra dentro de la estructura de pensamiento oficialista que, ante una merma de los ingresos, parece razonable recortar los gastos. La austeridad no entra en el diccionario oficialista. Por el contrario, el Gobierno imagina que la respuesta natural a las penurias que impone la naturaleza serían una batería de medidas anticíclicas, para las cuales cuesta encontrar una fuente de financiamiento que no sea la emisión.

La realidad es que pretender “llegar” con el estado actual de las cosas requeriría aumentar las restricciones a las importaciones y otros usos de moneda extranjera, lo cual no será inocuo para el nivel de actividad. Esto es justamente lo que se quiere evitar antes de las elecciones. Pero la sequía es un dato objetivo, y pretender que no dañe al PBI solo es posible en el terreno de las ideas de quienes imaginan que los dólares que falten podrán ser reemplazados con pesos que alegremente emitirá el BCRA.

Sabemos que faltarán dólares y que, en el mejor de los casos, el FMI hará la vista gorda con el incumplimiento de las metas para no agravar la escasez. Pero no habrá dinero fresco, por lo cual sabemos, también, que la emisión monetaria será mayor a la contemplada en el acuerdo. El corolario es que también lo será la inflación. El 7,7% de marzo habla de una aceleración que comienza a parecerse de manera preocupante a la de algunos de los momentos más turbulentos de nuestra historia.

Hasta dónde llegará el deterioro de la economía, y cuándo ocurrirá el ajuste que los dirigentes se niegan a hacer son preguntas que solo el paso del tiempo podrá contestar, a nuestro pesar. La dirigencia, enfocada en el año electoral, no quiere ver que la economía está enferma y necesita una cura de raíz, por temor a ver afectada su popularidad.

¿Es realmente la ciudadanía la que no puede comprender y tolerar que, ante un aumento de las restricciones presupuestarias, sea imperioso gastar menos? ¿O es la dirigencia la que no puede comprenderlo y tolerarlo? Sin altura moral, sólo conoce de dádivas para sostener el favor popular, no por altruismo, sino como una forma de supervivencia.

Hemos naturalizado eso del “año electoral” como si fuera racional pretender que el mundo se detenga cada dos años y nos permita cometer excesos de todo tipo. Hemos naturalizado la idea de que la ciudadanía es tonta y no tiene el sentido común para comprender las cosas tal cual son.

Los años electorales no son especiales: uno de cada dos años es electoral. Tratarlos como años especiales es una forma de seguir empeñando el futuro. Con la tonta excusa de las elecciones, la intolerancia dirigencial al sacrificio durante los años electorales nos condena a que, al final, todos los años acaban siendo malos.
Fuente: El Entre Ríos

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