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De ser así podemos cambiar para ser mejores, y eliminar el odio que envenena y la violencia que mata. Porque es de odio, y violencia –sin olvidarnos de todas las variedades de “hambre”- lo que nos dice nuestra realidad de manera principalísima, a pesar de la prioridad que asignamos a nuestra descuajeringada economía.

Es así como limitando la referencia a la violencia, cabe comenzar diciendo que en nuestra sociedad la misma está presente de una manera generalizada; aunque una situación de “violencia básica” –presente desde los modales y el descomedido trato que tantas veces exhibimos en nuestras relaciones- la vemos desplegarse aquí y ahora de las formas más diversas. Todos sabemos de ella y sus consecuencias, aunque nunca está demás hacer un repaso. Especialmente cuando, al menos en apariencia, vemos violencia centrada en la “apropiación”, haciendo uso de la fuerza, y la intimidación también lo es, para apropiarse de bienes ajenos, valiéndose de estrategias simplísimas y de instrumentos contundentes.

Todo lo que incluye, tantas veces, añadiendo un delito a otro más grave, de por sí aberrante, y en tantos casos superfluos como es la disposición de la vida de las víctimas. Pero las cosas no resultan tan así, en la medida que se asiste, cada vez con mayor frecuencia, a cambios en sus objetivos, que vienen a mostrar cómo, una vez consolidado un “estado o situación de inseguridad colectiva”, la misma que da cuenta de una plasticidad excepcional, que la lleva a estar presente en otros ámbitos. Asistimos así a la impresión – la que puede no ser válida, en tanto no nos basamos en datos estadísticos- que la situación de inseguridad también se hace presente en otros ámbitos, con un trágico potencial de crecimiento en sus alcances, o sea en el número de víctimas, y entre ellas, los que resultan muertos.

Los llamados “delitos de género” –más concretamente los feminicidios- ocupan cada vez con más frecuencia las páginas de los diarios. Al tiempo que se observan, de una manera que cabe todavía considerar como incipiente, las agresiones violentas, las que pueden llegar a convertirse en homicidios, que tienen por blanco a los homosexuales, en sus diversas variantes, haciendo en este caso presente la dificultad de calificarlos como “delitos de género” o “delitos de odio”. La violencia se puede volver recíproca, cuando ingresamos en el ámbito del “mundo de la droga”, en donde el actuar de sicarios cometiendo asesinatos “por encargo”, y por ende remunerados; se agrega a los combates entre miembros de bandas enfrentadas, en que se cruzan balazos a troche y moche.

En el ámbito gremial se asiste a un incipiente retorno –por lo menos así lo vienen a insinuar recientes feroces grescas entre facciones sindicales opuestas, que en algún momento pueden llegar a cobrarse, o ya lo han hecho- víctimas fatales y que en la situación actual poco tienen que ver, en apariencia, con la política. Tal como fue en el caso de esa espantosa realidad que se vivió, hace de esto medio siglo, donde se daba en materia de atentados de este tipo, con características que lo político -a secas- predominaba frente a lo estrictamente gremial. Por fortuna, nuestra realidad, muestra la ausencia del crimen político – del que el afortunadamente fallido atentado en contra de la vicepresidenta- da la impresión de haber sido una excepción, que deja incólume a la regla.

En tanto esta relación llena de fatalidades, no tiene porqué consolidarse en un futuro de idénticas características. Es que hace de esto pocos días cayó en nuestras manos fortuitamente una revista científica de renombre, en la que en una de sus notas giraba en torno a una investigación, según la cual tener hijos, cambia la vida y también el cerebro. Es que al parecer “la liberación de hormonas durante la gestación modifica la estructura cerebral de las embarazadas y las predispone a algunos comportamientos maternales, como la creación de un vínculo, con el feto primero y con el bebé después, o incluso la preparación del hogar para la llegada de la criatura, un comportamiento que se observa en muchos animales.”

A lo que se agregaba la indicación según la cual, de la búsqueda del efecto de la paternidad en padres primerizos, permitió establecer que “en los padres vieron modificaciones que localizaban en la corteza cerebral, que es la más externa y la ´más humana´; pero en las mujeres, además de cambios en la corteza, se vieron cambios a nivel subcortical, en regiones evolutivamente muy conservadas, que compartimos con otros animales, que son más básicas”. Esa lectura nos llevó a pensar que si hasta en “niveles subcorticales de nuestra animalidad” están presentes elementos que llevan a volver más amigable la preservación de las nuevas vidas, en función de qué argumentación podemos llegar a afirmar que no existe salida para nuestra actual situación, fuera de la fuga al extranjero o de una fatalista resignación, cuando está en nuestras manos –y solo se trata de compenetrarse profundamente de ello- generar “el alumbramiento” no ya de un niño, sino de una sociedad nueva. Una sociedad fundada en la convicción de que todos somos parte de una única y común empresa. Así de fácil, Así de difícil. Así de posible…

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