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No pude menos que enterarme de lo que pasó en el paraje Las Delicias, en las cercanías de Federal. Algo verdaderamente terrible. Que por lo mismo me hace difícil ocuparme del tema de esa manera, que procura ser ligera, de encarar las cosas serias.

Por aquello que es mejor reír que llorar. Pero no siempre ni se debe, ni se puede, aunque se quisiera, reír. Y es precisamente este caso, en el que dos artesanos amigos, primos entre ellos y además concuñados, no del todo frescos (o casi nada frescos), empezaron a la salida de un boliche rural a discutir acerca de las bondades y defectos de los equipos porteños que, el domingo último, jugaron el clásico de los clásicos. Y chanza va, chanza viene, uno de ellos terminó apuñalado por el otro. Y murió dejando tres pequeños hijos.

¿Qué se puede decir ante tan enorme y absurdo desperdicio? ¿Ante una atrocidad, que tanto tiene de bárbara como de absurda? Nada más que un silencio doliente.

Aunque para buscar encontrarle una imposible explicación, deberíamos pensar por qué ocurren cosas como esta en infinidad de casos que llenan al mundo.

Algo casi imposible de hacer, incluso como es mi caso y el de mi tío, que sabemos de habernos entreverado en algunas payadas con mediano éxito.

“Es que en el fondo nadie quiere a nadie, empezando por el hecho que lleva a preguntarnos si excavando bien adentro, en realidad nos queremos de verdad a nosotros mismos”, musitó mi tío. Al que lo escuché seguir en un susurro más tenue que “cuando mas, nos malqueremos”.

Y allí se marchó, no más. Y me dejó rumiando aquello que también he escuchado por ahí, de que a quien le resulta muy difícil querer a los demás, le resulta también muy difícil quererse a sí mismo. Y que es por eso que parecemos en general siempre enojados, hasta con la vida misma.

No me animo del todo a agregar que lo que nos hace falta es aprender a disfrutar el día, cada día. Ya lo escribí y me lamento, dada la dolorosa circunstancia con que he arrancado.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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