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Dicen que dicen, que pasamos por ser unos de los pueblos del planeta que más cuidado pone en su higiene personal. Un verdadero motivo de orgullo, de ser ello cierto, aunque el fundamento que hemos escuchado para así afirmarlo, no sea otro que el buen aroma -o la ausencia de todo otro- de la atmósfera de los trenes subterráneos que circulan en la ciudad de Buenos Aires.

De cualquier manera, y a pesar de ese decir que puede enorgullecernos, no existe duda alguna que la actual situación no ha dejado de hacer que recibamos un golpe bajo, capaz de poner esa creencia en cuestión. Es que todo lo escuchado en los días que corren, lleva a suponer que una gran mayoría de nosotros no somos nada meticulosos a la hora de lavarnos las manos. Un defecto que no solo tiene que ver con el número de veces y las ocasiones en que lo hacemos diariamente, sino también con la forma en que lo hacemos.

Algo que, mirándonos con la debida autocomplacencia, debería llevarnos a señalar en nuestra defensa, que estamos convencidos que tratamos de mostrarnos y ser limpios, pero lo que sucede es que en la falta de prolijidad está nuestra gran falla.

Un terreno en el que cada vez en mayor medida pareciera que vamos cuesta abajo. Es que la desprolijidad se pone de manifiesto en diversos ámbitos, y no solo en la manera como dejamos la ropa que vestimos durante el día, al ir a acostarnos por la noche. Ni con aquello con lo que nos encontramos al abrir un placard o un ropero, en el caso que en nuestra situación particular contáramos con ellos.

Es que, como por allí hemos podido escuchar y repetir, la prolijidad es lo que hace precisamente digna a la pobreza, y a la vez sirve para favorecer la condición de los que han salido de ella. Algo que hemos tenido oportunidad de escuchar sentenciosamente, con el agregado del elogio que otrora se hacía de nuestros humildísimos ranchos, en el caso que lo fueran de ambientes espaciosos y varios, cuando en ellos no faltaba ni sombra ni un rosal de trepar en una de sus caras, y se veía todo el terreno que lo rodeaba, despojado de maleza, nivelado y apisonado, a la vez que barrido y rebarrido con esmero.

Hoy las cosas han cambiado. Y la desprolijidad actual es, a la vez, una de las caras de nuestra propensión a dejar las cosas a medio hacer, y de decir, en los casos que no solo se da la impresión sino nos encontramos con que las cosas no funcionan, de que “todo da igual”. Desde una manera de pensar que existe un solo paso, para terminar en esa frase omnipresente en esta larga actualidad, que no deja de producirnos un molesto escozor, y que no es otra qué… “es lo que hay”.

De lo que existen muchos ejemplos, como es el caso de los médicos y paramédicos a los que se ve en un banco o en un café, con ese pijama azul celeste, los que tienen que utilizar por razones de higiene en las salas de hospitales y sanatorios y lugares de ese tipo, por tener allí una razón de ser. O el caso de un gobernador recién asumido que, al final de la ceremonia de asunción, se pudo verlo con la camisa desprendida, con el cuello de la camisa sin ballenitas, el saco poco menos que al viento y con la banda gubernamental desubicada en ese contexto, y blandiendo el bastón símbolo de su rango, de una manera totalmente inusual.

Pero en realidad, como nos sucede tantas veces, nos hemos olvidado de aquello que queríamos ocuparnos desde tiempo atrás y que el imperio de una actualidad con temática variada, nos llevaba a posponer. Y que esta calma chicha del forzado encierro, para ello da lugar.

Se trata de la curiosidad que provoca una y otra vez, al circular por algunos caminos de nuestra comarca, observar trabajadores municipales, cortando el pasto y las malezas, con su moto guadañadora, y al hacerlo desnudan bolsas, otros envases de plástico y todo tipo de objetos ocultos entre las hierbas que se acaba de segar, siguen avanzado impertérritos, como si no los vieran, ya que no se los ve detenerse ni por un instante a recogerlos.

Aquello ellos no ven, ¿no lo verán tampoco los funcionarios encargados de dirigirlos y controlarlos?
Fuente: El Entre Ríos

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