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Nunca el usar anteojos fue algo del agrado de todos. Aunque resultara necesario. O por lo menos conveniente, como es el caso de aquellos cuyos lentes negros, recetados o sin recetar, eran utilizados, entre otras cosas, para hacer facha. No solo por guardaespaldas de películas, sino por aquellos a quienes se los ve colocados sobre la cabeza, lentes arriba, patillas cayendo a ambos lados de la testa, así coronada como una suerte de adorno.

Una primera forma de anteojos usados como adorno fueron los prismáticos de teatro, que eran otra cosa, aunque en gran parte los mismos servían para hacer pinta; así, tanto hombres como mujeres, se los colgaban del cuello como manera de adquirir un aire intelectual. Que seguramente no era el caso del monóculo, que rodeaba de un áurea extraña a quien lo utilizara, pero que, en realidad, solo la necesidad de hacerlo volvía soportable la incomodidad.

Hubo un momento en el que, seguramente sin saber que Saint Exupéry hizo decir a su Principito que “lo esencial es invisible a los ojos”, aparecieron los llamados lentes de contacto. Que brindaron a muchas y a muchos la posibilidad de evitar que se los mencionase como “cuatro ojos”, en una forma de bullying, por lo general no precisamente cariñoso.

Ahora, parece haberse inventando el antídoto. Con esas monturas blancas, o de colores claros, de un ancho suficiente para que se muestren pintadas de flores y pájaros coloridos.

De donde, lo que hasta ayer era tan solo un objeto instrumental, parece haberse convertido en ornamento, apto inclusive para embellecer a las mujeres. ¿Habrá este tipo de lentes llegado para quedarse?
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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