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Por Rocinante
La tragedia de nuestra inseguridad endémica vuelve loco también a los cuerdos
Archisabidas son aquellas frases referidas a las tantas cosas que pueden matar. Que van desde la humedad, hasta la corrupción. Nadie, al menos lo ignoro, ha tratado de incorporar a la fraseología popular la ristra de cosas que pueden llevar a enloquecernos. Aunque de hacerlo, pocas dudas caben de que una de las que puede volvernos locos, sería la de vivir en medio de una atmósfera de inseguridad. Es que no se trata de una mera posibilidad, ni de siquiera una más cercana amenaza. Una de aquella casi inocentonas amenazas que formaron parte de la historia, de las épocas en que los padres con el objeto de hacerlos entrar en razón y acallar berreos falsamente histéricos y sofrenar pataletas de sus pequeños hijos, que ellos mismo habían comenzado por malcriar, los amenazaban con la venida del cuco.

Porque ahora cucos de carne y hueso proliferan por doquier. Cucos aupados en moto que arrebatan carteras, o que roban teléfonos celulares, o que se ensañan hasta matarlos con viejos pobres jubilados; para enumerar situaciones de una larga lista que no es necesario que alimente ningún imaginativo escritor de novelas o cuentos de terror.

Un estado de cosas, que se resume en una frase que he leído en estas páginas y que escuchado en forma repetida, la que lo dice todo: cada día que alguien sale de su casa, lo hacer con un sabor amargo provocado por la sensación de no saber si va a volver. Un enunciado al que la pegaría un añadido que volvería las cosas peor todavía. Y que alude al hecho de que si se tiene la suerte y el consiguiente alivio de volver vivito y coleando, no se sabe con qué se encontrará a su regreso; o que ya, descansando, vaya a saber quién y cuándo puede aparecer.

Pero si resulta explicable que sean tantos los que vivan, como consecuencia de lo descripto, al mismísimo borde del ataque de nervios, es inadmisible que quienes, por ocupar el gobierno, en lugar de conservar la cabeza fría se sumen al voluminoso colectivo que acabo de describir. Y de no ser así, que den la impresión de hacerlo, y lo que es peor que lleguen a despertar la sospecha que están haciendo un aprovechamiento de esa semi-histeria sino colectiva, al menos muy extendida, efectuando una suerte de surfeo sobre esa situación. Como lo hacen algunos trepados en equilibrio inestable, sobre una tabla con la que remontan, zigzagueantemente, una ola del mar.

Es por eso que debo remarcar, lo que he escuchado de otras voces y visto volcado en estas páginas como posición editorial, es que hablando claro y hasta de una forma grosera si está mal que se gobierne para la gilada, mucho peor es que nuestros gobernantes se dejen gobernar, o al menos le sigan la corriente a ese colectivo al que hemos denominado, y que conste que es muy a pesar mío, “la gilada”. Eso porque no es mi manera de referirme a los hombres de a pie a los que respeto.

Y ¿qué es lo que dice en estos momentos, lo que fraternal y hasta cariñosamente mal, designo como la gilada? Que a los que roban, abusan sexualmente de otro o lo secuestran o asesinan, o que parece o se supone que lo hacen, después de bajarles la caña, se los tirara en el calabozo más sórdido, como primer paso para que se pudran en la cárcel. Dejando de lado a aquellos para los que la solución pasa por meter bala a troche y moche, sin olvidar a quienes metafórica o crípticamente mencionan la necesidad de echarles flit. Que son los mismos que claman por condenas exprés, que lisa y llanamente prescindan de la necesidad de un juicio previo.

Y que para mayor abundamiento dan cuenta que su imagen del juez es la de un carcelero, que ni imagina siquiera puedan existir puertas giratorias y mucho menos que les hablen de ellas.

No puedo dejar de reconocer que lo así descripto puede que suene y sea exagerado, e incluso groseramente cercano al despropósito; pero no está demás repetir todas estas cosas, en momentos en que en uno de esos movimientos pendulares de una sociedad catastrófica como la nuestra nos tiene acostumbrado, se están dando claras señales del peligro que significan pasar de un “garantismo bobo”. Aclaro: lo que es bobo es ese garantismo, y no las preciadamente valiosas garantías constitucionales que supimos conseguir y que no hemos dejado en casi ningún momento de mancillar.

Es que no es el delito únicamente una malsana secreción de una pobreza, aunque en forma repetida lo sea, ni tampoco con leyes penales draconianas que contemplen penas recargadas para los delitos, y jueces –muchos de los actuales, tan garantistas ellos, podrían seguir sirviendo ahora que parece haber cambiado el viento- sin vendas en los ojos, y que con su mirada hemipléjica mirar como en un trance hipnótico a un poder que de señas, esperemos que sean equívocas de querer aplicar una nueva doctrina penal, antes de que esa sedicente doctrina sea ley.

En suma, así como no me gusta (más allá de sus méritos intelectuales) la sinuosa personalidad de Zaffaroni, me incomoda, por decirlo con respetuosa suavidad, que el presidente Macri haya recibido al policía Chocobar casi como un héroe, o que haya criticado como ciudadano (como olvidándose que no es nada más ni nada menos que ciudadano presidente de un régimen que intenta consolidarse como república) el fallo de un tribunal de alzada, por el que se confirma de una manera seriamente fundada el procesamiento de aquél. Por lo mismo que me alarma que la ministra Bullrich, aparte de haber mencionado ante un panel de penalistas a Dalmacio Vélez Sarsfield como autor del Código Penal, se muestre vistiendo el uniforme de la DEA, camuflándose.
Otra cara de la grieta, y la forma meternos en ella con buenas intenciones
Ante posturas enfrentadas, que más allá de dar alimento a posiciones en las que intereses medran, simpatías o antipatías se alimentan de un trasfondo, además de sus no siempre consistentes ingredientes ideológicos significa una forma de imaginar la vida y concebir lo que debe ser esa vida en sociedad, se hace presente la pretensión, en gran medida vana, de tratar de rellenar esa grieta apelando a la utilización del amplio camino del medio, por el que se debería no solo transitar sino al mismo tiempo rellenar porque transita por una sima (no una cima) consistente en esa hendidura que conocemos como grieta.

Algo que vendría a querer decir ni tanto ni tampoco, y que en lo que resta buscaré mirarla desde una perspectiva en la que conocen el derecho como disciplina. Ya que si lo que pretendemos es vivir en una república democrática, lo que creo que se debe hacer es procurar salir del caos en el que seguimos encharcados, buscando la manera de irlo enconsertando en claras, progresivas y generales normas de derecho.

Animarme a hacerlo, y con una audacia casi temeraria por no estar del todo seguro que mis deshilachados conocimientos del derecho penal sean mayores que los de muchos de mis lectores significa que comencemos por hacer referencia a las posturas doctrinarias, que con suerte esquiva buscaron plasmarse en normas desde los orígenes de lo que cabría entender como el derecho penal moderno, y más precisamente desde la publicación de un librito/librazo escrito por alguien que ahora consideraríamos italiano, apellidado Becaria y que lleva por título De los delitos y de las penas. Algo que tuvo una importancia decisiva para lo que se puede considerar la construcción del sistema penal liberal, trazándose los lineamentos para una política criminal, traducida en la humanización general de las penas, abolición de la?tortura,?igualdad ante la ley,?principio de legalidad, y proporcionalidad entre delito y pena.

A la vez atendiendo tanto a los avances de la ciencia y buscando avanzar en explicaciones que iban más allá del ocuparse de los delitos, para atender a develar sus causas y poner la mira en la personalidad del criminal nace luego lo que es conocido como la escuela del positivismo penal.

Se partía de la idea que la lucha contra la criminalidad debe hacerse de una forma integral permitiendo la intervención directa del estado, procurando tanto desentrañar sus causas sociales, como llegar a precisar los rasgos idiosincráticos que vuelven a una persona delincuente. Se llegó así al absurdo de afirmar casi como verdad celestialmente revelada la existencia de una predisposición anatómica para delinquir, algo que llevó a un absurdo mayor cual es la concepción de una teoría del estado peligroso, según la cual como forma de la prevención del delito, se debía ir por delante de este, anticipándose a su comisión, y encerrando a todo persona en la que se hicieran presentes determinadas características precisas y relevantes. Expresado en una forma simplemente exagerada, lo que sería es poner a buen recaudo a todo aquel que tuviera cara cuerpo y modales de malandra.

Una exageración que no es del todo tal si se tiene en cuenta la forma de actuar de los sistemas totalitarios de los que tanto el nazismo como el estalinismo son emblemáticas expresiones.

Mientras tanto, no es de extrañar que en el complejo mundo caótico en que vivimos, todo terminara en un embrollo. En otro y en otro embrollo más.

En medio del cual el positivismo (en cuanto atento a los condicionamientos sociales que llevan a delinquir) se transforma en garantismo, centrando su atención en la persona del victimario, con una cuidadosa meticulosidad que hasta se lo ve sostener a un garantista de nota, que el abusador sexual casi apenas la comete, cuando lo ha perpetrado cuidándose de apagar la luz, antes de acomodar en una cama a su víctima. Algo que explica y que ha dado pie a la utilización de lo que conocemos como la teoría de la puerta giratoria, un perfeccionismo de aquello que hablaba de ver a un delincuente entrar por una puerta y salir por la otra, simplificando las cosas y convirtiéndolo algo que eran dos en una sola.

Al mismo tiempo se ha visto y se ve, como consecuencia de una saludable reacción, en la que además de prestar una respetuosa atención a quien delinque (no hay que olvidar que el que lo hace también tiende derechos y garantías) pareciera que hemos de repente descubierto que las víctimas también tienen derechos, se pretende avanzar en una línea, al final de la cual parecemos no percatarnos que podamos encontrarnos con la versión actualizada de la ley de Lynch.
De qué manera se puede encorsetar jurídicamente este embrollo
De aquí en más no haré otra cosa que arrojar algunas ideas sueltas, recogidas aquí y allá, y cuya validez y eficacia (lo de su buena intención se descarta) podrían analizarse y eventualmente utilizarse como una contribución para encuadrar en un marco legal esta situación problemática.

Dado lo cual debo comenzar por advertir, que al procurar hacerlo prescindo – encapsulándolos- de tratar a los condicionamientos socioculturales que favorecen al delito y hacen emerger a los que los cometen y hacen de ellos un medio de vida, de una vida que no es vida; ni las reformas en los sistemas judiciales y los carcelarios y de su internación que son su ineludible consecuencia.

Es que en ese orden de ideas al mismo tiempo que por mi parte considero que al Código Penal se hace necesario tocarlo poco y nada (y de hacerlo tan solo para mejorarlo sin modificar su espíritu) en lo que cabría avanzar, previo su cuidadoso análisis, es en la implementación de un en apariencia estrambótico régimen en el que se mezclan el cumplimiento de la prisión efectiva para los condenados a ella, seguidas de una internación -a la vez permanente y revisable de esos mismos condenados. Pero revisable en serio, por órganos públicos independientes y de probada competencia en lo que hacen.
Fuente: El Entre Ríos (Edición Impresa)

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