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Comenzamos por recoger y hacer nuestro lo conocido, sobria y a la vez precisamente descripto.

Hace de esto pocos días, con asombro y estupor la sociedad supo de los inconcebibles tormentos a los que fueron sometidos los aspirantes a cadetes de la policía de La Rioja en su primer día de instrucción, y que provocaron la muerte de Emanuel Garay y serias consecuencias físicas a otros 12 jóvenes que debieron ser internados. También que con 40 grados de temperatura, los aspirantes fueron sometidos a intensos ejercicios físicos al rayo del sol, sin permitirles beber agua, mientras sus superiores bebían y luego vaciaban en el piso las botellas.

Una foto tomada en el sitio muestra a una suboficial de la policía –evidentemente no se trataba de una mujer que se pueda calificar de “acosada”, sino de aquellas que se las menta como de “armas llevar”- mientras patea a uno de los jóvenes que tiene la cabeza sumergida en un curso de agua putrefacta. Y que la causa de la muerte de Emanuel Garay fue una deshidratación aguda que le produjo una insuficiencia renal que finalmente derivó en su lamentable defunción.

Pero si atienden bien las cosas, cada día, cada hora, cada instante, a cada uno de nosotros en su momento no nos interesó su muerte y se sabe de la poca, por no decir ninguna, atención que le seguimos prestando a su espantosamente escandaloso e inaceptable trato y agonía inaceptable.

Empezamos por señalar un hecho: día a día, minuto a minuto, nos cruzamos con nuevas noticias -que no son noticia- de las idas y venidas de Nahir Galarza y de rebote, menos mal que de rebote, de Fernando Pastorizzo, su víctima.

Seguimos con Amnistía Internacional que en recientes documentos ha hecho referencia al hecho que no está del todo esclarecida la muerte de nuestro pobre Santiago Maldonado –algo que es cierto y no lo es- si nos atenemos al contexto en que esa apreciación se hace presente, pero de Emanuel Garay nada. . . como si no hubiera nunca existido.

Organizaciones defensoras de los derechos humanos mantienen viva la indignación que les provoca el verdadero secuestro y no prisión domiciliaria de Milagro Sala, pero poco es lo que se sabe acerca de lo que han dicho, si es que algo han dicho, de la muerte de Emanuel y la docena que él completa con sus compañeros de curso torturados. Diversos nucleamientos de víctimas del terrorismo montonero o erpista protestan por la poca atención que se les presta a la memoria de sus muertos, pero aquí callan.

Todo lo cual viene a poner en duda – si es solo así, y ojala que así tan solo sea- la afirmación que la muerte nos iguala. Y que lo hace inclusive en mayor medida que el hecho de nacer. Una circunstancia que es también adecuada de mencionar, en momento en que parece se va a abrir el debate acerca del derecho de nacer que tienen los que ya han sido concebidos, están vivos y son personas, aunque no hayan todavía nacido.

Cierto es que los responsables directos e indirectos de estas atrocidades están bajo diversos tipos de proceso. Y que el gobierno riojano ha puesto su Escuela de Policía dentro del área de competencia del Ministerio de Educación. Pero ante la ausencia de una profunda y persistente conmoción ante lo ocurrido, cabe preguntarse si no se trata de nada más que de una manera de salir del paso.

Una salida digna de Tomasi de Lampedusa y de ese gatopardismo con el que se lo asocia al mostrar en su única novela que las cosas deben cambiar para poder permanecer igual. O “una salida a lo Trump” que procura mejorar la seguridad en las escuelas de su país, permitiendo que los maestros vayan armados a dar clases (¡!). O en tren de buscar similitudes aún más esperpénticas, traer del fondo de la memoria la imagen del infortunado soldado Carrasco, cuya muerte permitió una “salida a lo Menem”, que suprimió el servicio militar –sin barajar siquiera la posibilidad de reemplazarlo por un “servicio civil” de similar obligatoriedad aunque con finalidades y reglas diferentes- dejando todo lo demás como estaba, es decir unas mal llamadas Fuerzas Armadas –ya que no son fuertes ni están armadas- transformada en un cascarón semi vacío, que no lo es de una manera completa porque quedan todavía “muchos caciques y pocos indios”.

Es que se hace presente la impresión de que no solo no nos preocupa Emanuel Garay ni su suerte, ni tampoco en realidad que situaciones como las suyas se repitan, sino que somos incapaces de ver la necesidad de encarar una reforma radical en la policía, como fuerza de seguridad.

Porque en el trasfondo de lo que se dice, de aquí en más, subyace el siguiente interrogante: ¿si los encargados de formar a los nuevos policías, tratan de esa forma a sus aprendices, qué es lo que se puede esperar de la forma en que éstos tratarán al vecino cualquiera, una vez egresados, si comportarse de aquella manera es lo que se les ha enseñado en forma práctica y lo que ellos han sido forzados a aprender?

Porque ninguna duda cabe que ella, concebida como lo enseñaban los libros de texto, es una?fuerza de seguridad?encargada de mantener el?orden público?y la?seguridad?de los?ciudadanos?mediante el?monopolio de la fuerza. Policía que se encuentra sometida a las órdenes del?Estado y que cumple su rol pesimamente mal, o mal, o medianamente bien o mal, pero nunca bien, lo que ocurre no tan solo en la actualidad, sino ha venido sucediendo a lo largo de muchas décadas.

Esa misma policía que, en la más grande de nuestras provincias, fuera calificada en forma casi simultánea y por gobiernos sucesivos del mismo color político como “la mejor del mundo” y también como “la maldita policía” (¡!).

Pero al describirla de esa manera, se prescinde del hecho de que existen quienes, de una forma totalmente desacertada y concibiéndola como potencial arma de uso aberrante, hablan de ella como de una “ organización militar”, cosa que no lo es, ni tampoco debiera poder llegar nunca a convertirse en algo parecido. Ni que tampoco se puede pretender considerarla de una manera apenas edulcorada como una “organización casi militar”, ya que lo que debe ser esencial y fundamentalmente es un servicio civil.

Servicio civil de seguridad con formaciones especiales adiestradas para cumplir tareas de campo especiales, si se quiere. Pero una organización civil siempre, en la que los civiles –no otra cosa somos los que constituimos la casi totalidad de la poblaciones- sean su razón de ser, y a la vez quienes puedan controlarla a través de mecanismos institucionales indispensables que se deben implementar, una cosa distinta de sus nebulosos organismos de “asuntos internos”. Ya que la ropa sucia debe lavarse en casa, pero debería ser civiles quienes están viendo cómo se la lava.

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