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Ignoramos por qué fortuita asociación de ideas, en ocasión de prestar atención a una fotografía, con la que supimos “vestir” una noticia, de las que nos ocupáramos de dar a conocer en fecha reciente, recordamos un poema.

En esa fotografía se observaba la presencia de un grupo de personas -contamos dieciséis- mirando, complacidos, un árbol recién plantado supuestamente por ellos, cuando aquél fraseado nos vino a la memoria.

Se trata de una estrofa del verso aquel de Baldomero Fernández Moreno, en el que ese grande y olvidado poeta nuestro, reflexionaba en ritmo poético acerca de “una casa con setenta balcones y ninguna flor”.

Es que afortunadamente, en el caso de esta fotografía asistíamos, sino a la presencia de una flor, a la de algo de tan incomparable valor como es un incipiente árbol, y si los que lo rodeaban no eran los “poetas llenos de ilusiones” cuya ausencia lamentaba Fernández Moreno en ese verso, de cualquier manera se trataba de personas que valoraban quizás hasta el exceso, su sencillo y apreciable gesto de plantarlos.

En tanto, quienes se veían fotografiados detrás del árbol, tal como hemos tenido ocasión de informarlo, eran los integrantes de un grupo de personas conformado por miembros de la Delegación del Uruguay en la CARU e integrantes de un grupo de ambientalista y de un club, ambos de la ciudad oriental de Salto.

Se trataba de una acción que se inscribía dentro del programa “Reforestación de la costa con árboles autóctonos”, puesta en marcha por la Comisión Administradora del Río Uruguay, con la que, de una manera simbólica, se venía a dar testimonio de la donación de sesenta ejemplares de varias especies arbóreas, donadas por esa Comisión para que crezcan precisamente en un inmueble del Salto Rowing Club.

Participaban en la ocasión de esa actividad, en representación del organismo binacional, el vice presidente de la delegación uruguaya en la CARU, Miguel Feris, y la delegada María Eugenia Almirón, junto a directivos del mencionado club e integrantes del grupo “Salvemos y Recuperemos la Costa de Salto”.

Se trataba de parte de los 264 “plantines” -a los que el diccionario define como plantas en pequeñas macetas listas para su trasplante- de ejemplares de especies nativas, entre las que se mencionaron al Sauce Criollo, el Timbó Blanco, el Lapacho, el Guaviyú, el Zapirandí y el Viraró, como así también a la Mimosa y el Ubajay. De ellos 138 fueron a Salto, 106 a Paysandú y 20 a Fray Bentos.

En tanto, el programa mencionado, tal como su nombre lo indica, tiene un objetivo que no puede menos que valorarse, pero acerca del cual hay que advertir que debe tener una envergadura mayor, para evitar el peligro de que no caiga en la insignificancia.

Es que, si bien principio tienen las cosas, y resulta importante “crear conciencia” acerca del valor de nuestra flora autóctona, indudablemente que esa cantidad de ejemplares, que además tendrían la categoría de “plantines”, resultan evidentemente insuficientes para el lanzamiento de un programa como el que nos ocupa, con un nombre tan ambicioso como el mencionado, del cual en la gacetilla de la CARU no se da lamentablemente ningún detalle.

Aunque lo hasta aquí señalado no deber considerarse como una crítica, sino como un desafío, encaminado a que el proyecto, sea a lo largo de los años consumado. Dado ello, teniendo en cuenta la importancia que tiene todo accionar que venga a mostrar respeto hacia los árboles, algo que cada vez demuestra una ausencia mayor, que hasta en ocasiones llega a expresarse en gestos y actos de menosprecio.

Y es este el momento, en el que se hace presente un interrogante acerca de la falencia de nuestro sistema educativo; cual no es otra que la de haberse mostrado casi siempre -con dignas y encomiables excepciones- en circunscribirse a una enseñanza meramente libresca y por ende totalmente “libresca”, de los árboles de nuestro entorno. Y en la que no se acompaña, al menos según lo que sepamos, ningún “trabajo de campo”.

Algo que hace que apenas se conozcan por su nombre tanto en el caso de gran parte del común de la población urbana, como también y posiblemente una cantidad apenas menor de la de nuestro campo, nada más que algunos de los ejemplares de nuestro entorno. Muchos de los cuales, inclusive no corresponden a especies “nativas”, sino que son de origen exótico.

Eso hace que nos resulte más fácil saber de lo que se nos habla cuando se hace referencia a un eucalipto o un paraíso, que cuando se nos menciona alguna de las especies autóctonas más arriba señaladas -circunscribiéndonos a las especies que se mencionan como parte del programa aludido- como es el caso del Guaviyú, el Zapirandí, el Viraró, la Mimosa o el Ubajay. O, de la posibilidad de distinguir entre el Ñandubay y el Espinillo, o inclusive haber oído hablar del Aguaribay o del Juan Fernández.

Y es a esta altura necesario recordar aquello acerca de que resulta imposible apreciar -y ni hablar de amar-, lo que no se conoce ni reconoce; y por ende, vemos, sin mirar. Que es la situación que acaba de verse, se da frecuentemente en nuestra realidad, en la que los árboles conforman un elemento impreciso de un paisaje tanto urbano como rural dentro de los cuales nos movemos, tantas veces sin siquiera prestarle atención.

Pero cabría todavía bucear en consideraciones a las que cabe tener como de mayor profundidad; las cuales, por ende, deberían tomarse muy en serio, y que vienen a significar una ampliación en el terreno en que nos movemos, como sitio de nuestra reflexión.

Es que se nos ocurre, que una comunidad formada como es la nuestra, por un gran número de “descendientes de inmigrantes”, circunstancias como las anteriormente expuestas, dan la impresión de que no hemos llegado a “tomar una acabada y plena posesión” de nuestro territorio.

Ello así, si se atiende a que el desconocimiento de la flora y fauna autóctona de la tierra en la que habitan los que tienen inmigrantes en sus ancestros, pone en cuestión su señorío sobre el suelo en que han nacido, y en el que viven como si se tratara de un huésped muchas veces, más que desprolijo.

Algo similar a lo que sucede con los descendientes de los que se ha dado en llamar “pueblos originarios”, en cuyo caso ese desconocimiento no significa el no haber terminado de arraigarse, sino que en su caso se ha producido un corte con sus raíces.

De donde, cabe ponerse a pensar, los caminos por los que ingresamos, como en este caso, al atender a una fotografía nos lleva a recorrer y a compartir.

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