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Aunque no vivamos en grandes urbes, introducirse en el interior profundo de la provincia nos permite acercarnos a otra vida, en la que el tiempo parece transcurrir distinto y el día a día con otro tipo de preocupaciones.

El “aire” comienza a cambiar ya cuando el mismo desplazamiento del vehículo que nos traslada empieza a volverse un tanto tortuoso, señal que dejamos el asfalto de rutas provinciales o nacionales para pasar a manejarnos por caminos vecinales, rurales o, también, de la producción. Sin desconocer que, en distintos lugares de nuestra geografía provincial, la situación se revierte cuando encontramos rutas maltrechas a causa de obras deficientes, cuando no por la ausencia total de las mismas; y caminos bien conservados, pese a la calidad de los materiales empleados.

Avanzando unos kilómetros -en realidad, si estamos en el campo debemos medir la distancia en “leguas”, para ser fieles a las costumbres de sus pobladores-, los autos comienzan a escasear como también ocurre con las edificaciones, la cartelería y los ruidos, permitiéndonos “escuchar el sonido del silencio”, aunque nunca exento de ser interrumpido por el canto de un pájaro, el rebuzno de una vaca o el paso de un tractor.

Y, justamente, una señal de que ya estamos en zona rural aparece cuando, sin dudarlo ni un solo segundo, se es cruzado por un vecino del lugar que evidencia su condición del tal por mantener en alto una mano para saludar fervientemente a quien se encuentra a su alrededor, aunque desconozca en absoluto de quién se pueda tratar y cuál sea su propósito en esas tierras. Sin dejar de reconocer la “gauchada” de muchos al tirarse a la banquina para facilitar el paso de un novato que recorre la zona casi como turista -para muchos se trataría de una excursión de tipo turismo aventura-, inexperto en conducirse por caminos vecinales.

Vivir y educarse, como también hacerlo con salud, no son tareas del todo sencillas para quienes residen en el campo. Es que, de acuerdo a las estadísticas, cada vez son menos las familias que continúan viviendo en sus granjas o chacras y, a su vez, es preocupante la proyección de cara a las próximas generaciones de personas dispuestas y preparadas a trabajar la tierra, en lo que se debe reconocer la labor incansable que llevan adelante las escuelas de educación agrotécnica, como las de Colonia El Carmen y Colón, ubicadas dentro del departamento homónimo. También de la Fundación Arraigar, algunos de sus integrantes residentes en la costa del Uruguay, quienes apuntalan la permanencia de los jóvenes productores en el campo, a través de asesoramiento técnico y gestión de líneas crediticias para sus emprendimientos.

Más allá de la tecnología incorporada al trabajo agropecuario y a la ruralidad, que va desde maquinarias y herramientas hasta electrodomésticos que posibilitan el entretenimiento de las familias, la vida en el campo sigue siendo tan demandante como sacrificada. Es cierto que, tal vez, las cosechadoras avancen solas por una fracción de tierra o que las vacas se ordeñen casi de forma automática en algunos tambos, pero el frío de estas mañanas y el desgaste físico de cada jornada de trabajo, por solo mencionar dos aspectos, no entienden de modernidad.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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