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En su última columna en El Cohete a la Luna, Jorge Verbitsky reproduce un diálogo, cuya veracidad no fue confirmada, entre un colaborador de la Vicepresidente y un diputado, en el que el segundo, presumiblemente decidido a votar de manera positiva el acuerdo con el FMI, expresa su preocupación con ser “responsable de que todo salte por los aires dentro de cinco meses”, a lo cual el colaborador vicepresidencial contesta que “con el Fondo o sin el Fondo, todo va a saltar dentro de un mes.” Tratándose de quien se trata el columnista, no cuesta descubrir la elipsis respecto de quién, sin decirlo, es la voz de lo que un vocero (o colaborador) dijo.

En Argentina, eso de saltar por los aires tiene sus aristas. Lo que en algunos países puede representarse con una caída fuerte del PBI, de los valores bursátiles, o del valor de la moneda propia, en Argentina puede abarcar todo eso y, además, una corrida cambiaria o bancaria, una hiperinflación, un default o, incluso, la caída de un gobierno. Todas estas experiencias han curtido a quienes cargan con más de un par de décadas encima.

No es fácil imaginar a qué extremos se refería cada uno de los contertulios, lo que quizás sirva para explicar por qué pensaron votar de manera distinta en el Congreso. El primero ponderaba con mayor fuerza los temores a ese futuro lleno de incertidumbre al que hace un mes se refería el ministro Guzmán, cuando promovía el acuerdo que había alcanzado. El otro, vocero de Cristina, promovía más el costo político de la aprobación. Vaya uno a saber si no idealizaba algunas de las derivaciones posibles de ese “salto por los aires”.

Si algo ha dejado en claro el voto en el Congreso es que coexisten en el parlamento dos visiones dicotómicas de la Argentina y el mundo, que no parecen capaces de encontrarse en algún punto intermedio. Es un mal de estos tiempos: las posiciones intermedias no atraen a los votantes. O se está de un lado, o se está del otro. Aunque la mayoría de los políticos parece estar en el centro, cada día se acorta más el universo de los que los extremos consideran tibio. El consenso y el diálogo están devaluados. Quizás por eso los analistas políticos comienzan a pensar en una crisis de la democracia tan grave como la crisis de la economía o, tal vez, causante de su carácter crónico.

Sea como fuere, Cristina podría errar con el pronóstico. Para muchos economistas, el acuerdo con el FMI no resuelve nada, pero permite tender un puente hasta 2023, que transitaremos con una larga agonía, aunque sin saltar por los aires. Quizás lo del colaborador de Cristina fuera una expresión de deseos mal calculada. Cuesta imaginar cómo podría la Vicepresidente despegarse de la suerte de Alberto Fernández, su invención. Cuando su tropa lo describe despectivamente como un okupa, ratifica esa condición de invento de Cristina.

Sólo Alberto Fernández parece soñar con que el acuerdo con el FMI traerá una normalización de la economía que le permitirá relanzar su gobierno. Es un sueño que no sólo demanda mucha fe, sino que además demandan un coraje y apoyos parlamentarios de los que carece.

La oposición, por el contrario, percibe que poco cambiará. Siente que el FMI hizo la vista gorda para evitarse un problema mayor y mira con preocupación que el gobierno no sólo no se relanzará, sino que transitará por un proceso de desangrado que dejará, en diciembre de 2023, una nueva bomba lista para estallar. Desean, sin decirlo, que el estallido se produzca antes.

El kirchnerismo, claro está, desea que todo salte por los aires ya.

En algo coinciden todos: sólo miran sus ombligos. Cualquiera de los escenarios nos dejará peor. Está claro que, cuando los políticos hablan de “estar con la gente”, el concepto de “gente” sólo los incluye a ellos. Cuesta ver qué podría hacer que las cosas cambien. Es lo que reflejan todas las encuestas de opinión: mucho desencanto y muy baja esperanza de que el futuro sea mejor.
Fuente: El Entre Ríos

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