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Finalmente y tras una agobiante y solitaria espera, las víctimas del cura católico Justo José Ilarraz ven desfilar en los tribunales de la Justicia a sus victimarios. Para eso hubo que esperar décadas, pero finalmente la hora llegó.

Llantos, abrazos, valientes relatos, y privilegios para Ilarraz a la hora de la llegada al palacio son algunos de los matices de las largas jornadas de un juicio que luego de años de angustia, ve la luz.

Los estremecedores testimonios, todos coincidentes, retumban en la sala que sustancia, a puertas cerradas, uno de los juicios más tremendos de la Iglesia local.

A un costado está el cura colombiano Juan Diego Escobar Gaviria sentenciado a 25 años de prisión por abuso de menores. A esa causa y a la de Ilarraz se suma, sórdidamente, el cura Nicola y -claro está-Marcelino Moya.

Lento en sus reacciones el arzobispado de Paraná, frente a un hecho de tremenda magnitud, sacó a los medios una suerte de declaración póstuma en la que pide un perdón tardío, anacrónico y fuera de todo tiempo y lugar.

Es que sus firmantes son, en síntesis, los mismos que por aquellos años de los abusos estaban ya a la cabeza de la estructura del podre eclesiástico.

Muchas de las víctimas sientes un dolor inconmensurable por lo que les tocó vivir. La secuela de esa parte de su historia, se les nota en la cara. En el coraje de testimoniar y en la fuerza que tienen para ponerle nombre y apellido a una tragedia, como lo es cualquier vejación, de cualquier índole y en cualquier espacio de poder y sobre todo, cuando se sufre en plena adolescencia.

Tarde, el tiempo de la Justicia llegó. Cardenales, arzobispos, curas y seminaristas atraviesan los largos pasillos de los tribunales en busca de un atajo que les permita limpiar el nombre que antes mancharon, abusando de niños pero también de la confianza de los padres.

Que una primavera no hace verano es cierto, pero que el juicio a Justo José Ilarraz es un punto de inflexión también lo es. Las instituciones no son otra cosas que sus personas. El agravante en estos casos es que a la conducta altamente reprochable del cura abusador se suma el silencio implacable de las autoridades eclesiásticas que se aliaron con el más fuerte y sellaron un acuerdo de hermetismo que lastimó, profundamente, a los que no tenían voz.

Hoy, hay un grito que retumba en los tribunales. Al silencio vergonzoso de Ilarraz se suma la opaca Justicia que habilita puertas laterales con la misma facilidad que antes habilitó días no laborables para que los que tienen poder, limpien sus sucias culpas.

A los otros, miserables también en su condición de romper la ley, pero anónimos, los ventila por los pasillos y de cara a los que por allí caminan, encandilados por el brillo de las esposas que portan los que no tienen nada por perder y están al desamparo del poder.

Los cardenales, los que sabían, los que sabían y callaron son los cómplices más dolorosos de esta historia que lleva décadas y en las que la apuesta al transcurrir del tiempo no ha sido deliberada: Muchos apostaron a la prescripción de un crimen que ya tiene una condena social y que ahora espera, que en la misma dirección, haya una de la Justicia.

Los niños que sufrieron las vejaciones de Ilarraz hoy son hombres que llevan sobre su hombro y con entereza, una enorme cruz que se aliviana a la hora de luchar en contra de los abusos, de las estructuras y sobre todo, del silencio de los que guardan bajo siete llaves las miserias.

Puiggari, Karlic, Moulión son la tríada de una saga compleja que esta semana comenzó a desgajarse. Los testimonios, estremecedores, conmocionantes, suman historias de una tristeza medular que se consuela en el alivio de los que con valentía, hablan.

Esos son los héroes de estos días, los que en medio de una puja por la igualdad, de una lucha por la inclusión y la tolerancia, en una pelea desigual contra un poder absoluto como el de la Iglesia, blanden la espada de la palabra para contar, ante la sociedad, con nombre y apellido, una historia que los tiene por víctimas.

Sobre la sentencia habrá dos bibliotecas. Sobre la historia de estos hechos, también. Pero de fondo se erguirá el heroico trazo de los que le pusieron voz al murmullo que se colaba por las camas del seminario y al que la cúpula eclesiástica hizo, durante años, oídos sordos.
Fuente: El Entre Ríos

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