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Al ocuparnos del tema, somos conscientes de pisar terreno quebradizo. Y cuesta hacerlo sin ponerse en la cabeza y el corazón – ya que se trata de una situación en la que se hace indispensable respetar en forma extrema, no exenta de la mayor delicadeza- de los familiares de los tripulantes del submarino tragado por el mar.

Máxime cuando ellos dan cuenta de una profunda herida no solo en sus sentimientos, sino que involucra todo su ser, y que solo el paso del tiempo podrá decir si cicatrizará y hasta donde lo hará.

De cualquier manera el estado de angustia explicablemente exacerbada de algunos de esos familiares, hace que se haga presente un enorme dilema de naturaleza existencial con implicancias morales, el que tiene que ver si es justificable –más allá de que sea explicable- el reclamo de la mayoría de ellos de que el gobierno nacional continúe la búsqueda del submarino al que se supone implosionado, o lo que queda de él, depositado en el lecho de un mar profundísimo, más allá del talud continental.

La cuestión se puede plantear de una manera más concreta y en apariencia hasta casi utilitaria, y se desnuda en una pregunta que cuesta formular en voz alta –algo que explica la manera en que tantos comentaristas, con una propensión a ocuparse de cualquier tema de una manera irresponsable y temeraria- permanezcan sobre esta pregunta en silencio. El interrogante no es otro, que saber si se justifica en los tiempos que vivimos hacer un enorme esfuerzo financiero para dar con el paradero de la nave, y no volcar esos recursos en la atención de problemas que, desde una perspectiva diferente, cabría considerar como más prioritarios.

Dilema de no fácil decisión y frente al cual nosotros mismos nos encontramos tironeados con sentimientos encontrados. Sobre todo cuando nos enfrentamos ante el reclamo de un acto reverencial de respeto hacia el misterio de la muerte, y nuestra necesidad atávica de dar sepultura al familiar querido que nos ha dejado.

Máxime en los tiempos actuales que, entre sus tantas paradojas, muestra la creciente decisión –respetable como la anterior, en cuanto nos encontramos ante el decisivo acto verdaderamente libre que puede adoptar una persona en su existencia terrenal- de cremar los restos del familiar fallecido y arrojar sus cenizas al viento, dicho esto de una manera metafórica.

Y conste también que al dejar planteado este dilema, mostrando una de sus caras que puede evaluarse como “utilitaria”, no nos estamos imaginando que el dinero que se podría utilizar en la continuación de la búsqueda se lo entregue a los familiares de los marinos muertos cumpliendo con su deber, ya que ello significaría vejarlos con el pago de un “precio de sangre”.

Algo que por otra parte no implica que la Armada Argentina no brinde todo el amparo indispensable -y en este caso hablamos del material- de manera que esos familiares puedan seguir transitando por la vida, sin ser marginados u olvidados.

Donde sí no hay lugar para plantearse dilema alguno, es respecto a la necesidad de esclarecer totalmente que fue lo que sucedió, y luego de ello no quedarse en establecer las responsabilidades funcionales personales de la tragedia, si no ir más allá en la larga cadena de las responsabilidades mediatas y aun las indirectas.

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