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No supimos qué hacer en 100 días ni tenemos un plan para el futuro; si tanto hemos perdido el tiempo, lo que viene no podrá ser bueno

Comienza a distinguirse con claridad que el miedo a la pandemia es mucho mayor en el Gobierno que en la gente. Las comparaciones ya no asustan: los otros países salen de sus picos y probablemente se recuperen con fuerza, pues cuentan con más herramientas que el nuestro para hacerlo. Pero por torpeza e incapacidad para usar bien el tiempo, nos vemos incapaces para salir del círculo vicioso de cuarentena, recesión y pobreza.

A seis meses de la irrupción del virus en China, el aspecto sanitario de la cuestión va limando el miedo: queda claro que los contagios no representan una sentencia de muerte, que la muerte se ensaña casi con exclusividad con aquellos que por uno u otro motivo ya eran vulnerables a cualquier otro contagio, y que el panorama catastrófico que los modelos matemáticos pronosticaban acá y en todas partes ha sido estrepitosamente desmentido por la realidad.

También queda claro que los medios y los gobernantes alimentan un miedo exagerado y buscan perpetuar un esfuerzo ciudadano que, 100 días después de iniciado, luce estéril. La rebelión a la cuarentena no es pueril, sino la respuesta a esa esterilidad: no alcanzaron 100 días para que el sistema sanitario se preparara, y la angustia económica es mayor que la angustia del virus. Hoy, el Presidente, los gobernadores y los intendentes tienen más miedo al virus que la gente, harta ya de ridículas fases que producen pobreza y no preparación sanitaria.

Hoy mandan los aspectos económico y psicológico de la cuestión. Sólo los mandatarios parecen no haber tomado nota. Cien días más tarde, aquella idea de que una vida vale cualquier recesión ha perdido toda lógica, a la luz de lo poco letal que es la pandemia en todo el mundo. La gente de trabajo, la que no vive de la teta del estado, necesita trabajar para comer. Pero el Gobierno es incapaz de mirar más allá de lo que dura cada fase. Sin fecha cierta de terminación, el fin de facto de la cuarentena, y de la paz social, está en ciernes.

El PBI cayó 5,4% en el primer trimestre – al inicio de la cuarentena. La industria está en su nivel más bajo de producción desde febrero de 2003. El FMI (que no para de ajustar a la baja sus pronósticos) dice que nuestro PBI caerá 10% este año. Los pequeños comercios cierran de a decenas de miles. La angustia y las quiebras son, a esta altura, mucho más graves que la pandemia. Se estima que la pobreza alcanzará al 50% de los argentinos este año, no tan lejos del 55% que tocó en 2002. ¿El gobierno no lo ve? Pareciera que no, pues no se le ocurre nada mejor que seguir con las fases.

La debacle social en ciernes sólo viene siendo postergada por el aumento del gasto público: el déficit fiscal se multiplicó por ocho respecto de un año atrás. Todo pagado con emisión monetaria: la base monetaria aumenta 100% este año y, aunque la recesión frena las presiones inflacionarias, su germen inflacionario se manifiesta en las inocultables presiones cambiarias. La sucesión de normas para controlar los mercados oficial y paralelo del dólar poco sirven para frenar esas presiones y mucho para demostrar la desesperación de quien las dicta. Lo mismo que pasa con la política sanitaria pasa en la economía.

Los errores en materia de política sanitaria y de política económica provienen del miedo que provoca la fragilidad del liderazgo presidencial. El resultado de las elecciones no le garantizó la hegemonía, el virus minó la esperanza económica que representaba, y el fuego amigo de la vicepresidente le restó mucha autoridad. De piloto de tormentas cuando empezó el aislamiento se va convirtiendo en marinero. Si sigue igual, pronto será el bufón.

Que el anuncio oficial de la vuelta a fases anteriores en el AMBA fuera hecho un día después de lo programado originalmente revela cuánto escalaron la desorientación y el miedo, quizás a causa de la propia torpeza. Con sorprendente miopía, el Presidente reclama que “no tenemos que enojarnos con el remedio” (sic) y se enoja con quienes no respetan la cuarentena, acusándolos de propagar el virus. No había que poner un cohete en la Luna: había que usar los 100 días para sumar camas de terapia intensiva.

En su discurso, el Presidente viene acuñando una nueva muletilla: “créanme”. Formulada con el consabido tono doctoral, la muletilla inspira ahora menos respeto que sonrisas socarronas, en algunos, y ataques de ira, en otros. Ciertamente, la falta de un plan es percibido ampliamente y el desafío a la autoridad se manifiesta en las calles. Si “la cuarentena no se cumple”, como dijo Sergio Berni, quizás sea porque ya no hay forma de convencer a la gente de la utilidad de cumplirla.

No hay plan sanitario. Tampoco hay plan económico. Y el plan político, si es que lo hubiera, pende del cada vez más frágil hilo de la cuarentena, su arma de supervivencia. Que no haya plan sanitario, ni económico, ni político no significa que no tengamos un rumbo claro: se parece cada vez más a una paliza memorable.
Fuente: El Entre Ríos

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