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Alguna vez vi un oso, en uno de esos tristes circos que erráticamente llegaban a las afueras. Nunca vi un oso bailarín, y cómo no querer ver uno cuando en las láminas de los libros los veíamos erguidos, casi sonrientes, junto al violinista en acción, la tenue cadena que los unía y atrás un enjambre de chicos y manzanas en el suelo, y la torre de la iglesia perdida entre los árboles. Como ocurre con tantas cosas que pensamos casi maravillosas, lo que hay detrás es una historia triste.

Llegaron desde la India, traídos por los gitanos. Se originaron entre los siglos XIII y XVI. De las tres ramas en que se dividió la emigración gitana, la rama del medio (Roma) fue la que llegó a Constantinopla, y de allí pasaron a Grecia, Rumania y Bulgaria, esta, con bosques muy tupidos, pudo ser una especie de paraíso para los osos. Pero con los osos llegó otra forma de tratarlos. Alguien o algunos quisieron verlos bailar, algo debió haber en sus movimientos que despertaran la fantasía o la codicia. Y comenzó el adiestramiento.

Los oseznos eran capturados cuando cachorros. La osa madre generalmente moría en la defensa, dejando otras crías desamparadas (pero su cuerpo siguió siendo útil con la gran vesícula llena de bilis, su carne, su codiciada piel).

El entrenamiento del osezno comenzaría ya. Se le arrancaban las pezuñas y los dientes, eran castrados. La nariz, la parte más sensible de esos animales, era atravesada por una argolla y de esta se ataba una cuerda. Luego, se lo paraba sobre una plancha de metal caliente. El animal se erguía, movía su cuerpo de un lado a otro, la cuerda que la tiraba de nariz hacía lo suyo y se la ataba al arco del violín, que con mayor o menor entusiasmo esgrimía el violinista. El oso bailaba... Con el tiempo, la plancha caliente no fue más necesaria, bastaba la música y el oso se erguía. Frecuentemente lo emborrachaban, no crecían y no solían vivir mucho. Perderían algo vital para ellos: la hibernación.

Creo que alrededor del año 2000 surgieron asociaciones que los rescataban y los cuidaban hasta el final. Uno de ellos fue criado por esa rubia maravilla de los años ‘50: Brigitte Bardot. En el año 2007 se vio uno en una calle de España.

Recientemente un escritor de lengua polaca, Witold Szablowsky, publicó un libro preguntando qué enseñanza podrían dejarnos los osos bailarines.

Y nos cuenta algo que, no por inesperado, no deja de ser triste: cuando los exosos bailarines, ya liberados de argolla y plancha caliente, del violinista y su cuerda se enfrentan con un extraño, se levantan erguidos y empiezan a bailar.

WS compara el comportamiento de los osos con el que tienen los habitantes de repúblicas periféricas del Imperio Soviético después de su caída. Quedaron del lado perdedor de lo que fue la abolición de las clases, lamentando trabajos perdidos, las granjas colectivas, enojados, atemorizados, perplejos, sin vislumbrar la alegría que supuestamente debería acompañar a la libertad. Como sonámbulos. ¿La pérdida del populismo traerá algo así?
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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