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Santiago de los Caballeros de León -ese es su nombre fundacional, aunque ahora se la conoce como en otros tantos casos apocopándolo como León- es una ciudad nicaragüense, ubicada a menos de cien kilómetros de Managua, la capital política de la Nación. Aunque se la considera a León “la capital intelectual del país”, por contar desde 1813 con una universidad, y tener por “hijo” a Rubén Darío, de quien en la actualidad no todos saben que fue un poeta, nacido en ese país, pero de dimensión universal.

Pero la atención que nos provoca en la ocasión esa ciudad no es ni cultural, ni turística, sino el relato al que cabe considerar escalofriante ocurrido en los primeros días de este mes, en medio de las protestas contra el régimen de Daniel Ortega, uno de los sedicentes adalides de la revolución bolivariana.

“A las 8.25 (de la tarde) escuché un golpe y pensé que era un mortero (bomba artesanal), pero seguimos en la cobertura, porque estaba muy caliente la ciudad. A los tres o cuatro minutos hubo una explosión inmensa que nos dejó en llamas, se cayó el techo, las lámparas y había humo por todos lados. Todo era un caos absoluto y completo. Tratamos de salir por la puerta de acceso que da al corredor, pero todo estaba en llamas. Nos tropezábamos entre nosotros tratando de salir. Finalmente los vecinos, que sabían que estábamos adentro, pudieron sacarnos por una puerta lateral que estaba clausurada. Ellos la rompieron”.

La relación es del propietario de la Radio Darío que emitía y emite en León, y en esa oportunidad fueron los agredidos por las “huestes” -como se ve en esa ciudad se guarda la compostura en el habla, aún en los momentos más problemáticos- del Frente Sandinista, en lo que fue una mezcla de advertencia y respuesta, ante la postura francamente opositora a Ortega de la radio en sus programas editoriales.

“Fue un milagro del Señor”, cuenta el periodista. Este “operativo”, además de la destrucción de la radio, dejó dos muertos: Apolonio Delgadillo y Jimmy Paiz, simpatizantes del Frente Sandinista, víctimas del incendio que ellos mismos provocaron.

Después de esos días tumultuosos, y la marcha atrás de Ortega -cuya mujer es su vicepresidenta y sus ocho hijos están todos “empoderados”- en algunas de sus decisiones irritantes, instrumentada mediante la convocatoria al diálogo por parte de la Iglesia Católica, si no se puede decir que ha retornado la calma, se asiste a la expectante espera de lo que no es otra cosa que un final abierto.

Sin embargo, lo que llama la atención es el silencio que han guardado frente a lo ocurrido grupos y personalidades simpatizantes con “el socialismo del siglo XXI”. En lo que es una muestra de la forma en que se actúa, cuando no se pueden contar ni los daños y los muertos como propios. Comportamiento reprobable al que no son ajenos muchos de los que transitan por la vereda opuesta. Todo ello sin comprender que esos muertos y esos daños en realidad los sufrimos y padecemos todos.

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