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Hace poco más de un año, una encuesta de Poliarquía revelaba que para más de un tercio de los argentinos los impuestos que más afectaban su patrimonio e ingresos eran la luz y el gas. Entre los sectores de menores ingresos, la proporción era mayor (poco más de 50%).

Para muchos argentinos el pago de un servicio público es un impuesto. Peor aún: es un impuesto que cobra una empresa privada. La contracara de estos porcentajes es una revelación por la negativa: una parte enorme de los argentinos no tiene una relación directa con la AFIP, ni sabe que paga impuestos nacionales, provinciales y municipales a diario: IVA, ingresos brutos, al tabaco, al combustible, a los juegos de azar, al transporte… y, sí, hasta al consumo de gas y electricidad, aunque nadie revise en su factura cuánto es tarifa y cuánto impuestos.

Esta confusión explica por qué, para muchos argentinos, el gobierno de Macri hizo un impuestazo cuando recompuso los contratos con las empresas prestadoras de servicios públicos. Pocos reconocieron que se trataba de sincerar el costo de producción y provisión de tales servicios públicos. Aún más, se omitió reconocer que algunos componentes de las facturas no constituyen tarifa, reservada para los monopolios de transporte y distribución, sino que son un precio, como el del gas natural en boca de pozo, que debería ser de mercado.

La producción de gas natural y de electricidad son actividades que requieren de mucha inversión, mucho gasto en mantenimiento para evitar el deterioro de los equipos y del servicio, la compra de muchos insumos y la contratación de muchos servicios y mano de obra para la construcción y operación de los equipos. Cuando se privatizaron los servicios en los años ‘90, se lo hizo con contratos que a los monopolios les asignaba una rentabilidad predeterminada, a revisar cada cinco años.

Contratos similares en todo el mundo están sujetos a revisión, pues su diseño incluye supuestos respecto del futuro, que pueden o no cumplirse, y así favorecer o perjudicar a las partes más allá de lo deseado. De ahí las revisiones periódicas incluidas en los contratos. Pero también son razonables otras revisiones más estructurales, si el contrato original se aleja mucho de la realidad. Por ejemplo, los contratos originales fijaron para algunos tramos del servicio tarifas dolarizadas que no se condecían con los costos de prestarlos. Esa revisión parece razonable.

De ahí a ignorar los contratos hay un trecho enorme que, aunque las personas de a pie no lo vean de manera directa, explican mucho del desinterés inversor que el mundo tiene en Argentina.

Hoy en día, un consumidor de electricidad paga apenas un tercio del costo de generarla y proveerla. Los otros dos tercios son subsidiados por el estado nacional. La mayor parte del subsidio corresponde al precio de producción de gas natural, que no sólo se consume como tal, sino que es el combustible a partir del cual se genera la mayor parte de la electricidad en nuestro país.

Al congelar los precios de generación y las tarifas de transmisión y distribución de gas y luz, la política se arroga una engañosa función robinhoodesca. Mentir parece un verbo indisolublemente unido a la política. Esos precios y tarifas pagan por un bien que tiene un costo concreto y medible de provisión a hogares e industrias. Que se confundan con un impuesto es un engaño que alimenta la política.

Igualmente, es un engaño hacer creer que pagar tarifas bajas (subsidiarlas) no tiene costo. Lo tiene en otros impuestos que pagamos todos los días, aunque no los veamos. Impuestos que sostienen los costos sobredimensionados de un esquema de gobierno ineficiente, corrupto y mentiroso, cuya capacidad de provisión de bienes públicos es mínima. La pandemia desnudó como nunca el deterioro en los sistemas de seguridad, educación y salud pública, que no prevén ni ofrecen soluciones cuando estalla la imprevisión.

La jodita de la confusión entre precios, tarifas e impuestos nos llevó a cortes recurrentes en la provisión de luz y gas hace sólo un lustro. Nos llevó a tener que importar combustibles con dólares que no tenemos, a precios reales que no les pagamos a los productores que invierten en el país. También, a romper la rentabilidad de muchos sectores de la economía y a ahuyentar la voluntad inversora no sólo de los extranjeros, sino de los mismos argentinos.

Además, llevaron a aumentar los impuestos que no se ven de manera directa. Entre ellos, el más destructivo de todos: la inflación, con el que el estado robinhoodesco ha logrado que los sueldos, las jubilaciones y hasta los planes sociales pierdan poder de compra todos los años. El déficit fiscal que causan los subsidios que no son tales (porque se nos cobran de manera solapada con impuestos) no es ajeno a este deterioro en las condiciones de vida, visible en el aumento de la pobreza.

Cuesta entender por qué los gobiernos se empeñan en no hacer las cosas por derecha, en no decir las cosas como son. Está muy claro a quién le sirve el engaño.
Fuente: El Entre Ríos

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