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Cuando el riesgo es que no se use el poder con la responsabilidad y la altura requerida

Muchos ni siquiera se acuerdan que Cristina Kirchner fue elegida Senadora por la minoría en el 2017, producto -como nunca- de un perfil extremadamente bajo y de intervenciones mínimas en el recinto del Senado de la Nación. Desde que dejara la presidencia en el 2015 sus apariciones en los medos también han sido contadas y ha preferido expresarse casi exclusivamente a través de las redes sociales. Ese perfil inusitadamente bajo se exacerbó aún más sus frecuentes visitas a su hija, bajo atención medica en Cuba, y ni siquiera sus más recientes apariciones en Tribunales hicieron que alzara su voz.

Eso hasta ahora. La expresidenta volvió la última vez de Cuba hace diez días y solo le tomó unas horas asegurar tropa propia en los puestos claves en el Congreso, objetar medio gabinete de Alberto dejando fuera a varios números puestos, y después terminar poniendo en el banquillo de los acusados -en la primera jornada del juicio por corrupción en la obra pública- a los mismos jueces que la iban y todavía la van a juzgar. En su declaratoria de esta semana vimos otra vez a aquella mujer de lengua filosa y discurso soberbio y prepotente. Otra vez empoderada, -a solo unos pocos días de asumir como vicepresidente-, con tanto o más poder que su socio político Alberto Fernández, otra vez dueña de la escena. Una puesta que tal vez muchos se imaginaban, pero no queda claro si en ese lote estaban también los gobernadores peronistas, incluido Gustavo Bordet, quienes aspiraban a compartir poder con el kirchnerismo y hoy se están preguntando, como el resto de nosotros, si eso tiene probabilidades ciertas de ocurrencia.

Soberbia y prepotencia son dos adjetivos que se escucharon mucho durante el gobierno anterior de los Kirchner, asociadas a actitudes que tomaron ni bien lograron afianzarse en el poder y que se hicieron evidentísimas cuando Cristina Kirchner fue reelegida presidente en el 2011, con el 54% de los votos y con una oposición diezmada y sin ningún respaldo popular. Era el gobierno de ella contra nadie con una oposición reducida a una mínima expresión.

Con Alberto uno imaginaba se podría aspirar a una etapa algo más superadora, sus modos eran o son otros en apariencia, y además se apresta a encabezar un gobierno con un buen respaldo popular pero sin la cuasi suma del poder público del gobierno kirchnerista del 2011. Alberto se llevó 48% de los votos, no 54, y esta vez la oposición, a pesar del desastre económico que dejó Macri, logró alzarse con 40 puntos de un apoyo sólido y poderoso como para poder plantarse y evitar cualquier aventura de tipo cuasi monárquico, como algunas de las que tuvimos allá durante el periodo 2011-2015.

Pero resulta que Alberto, lejos de la persona reflexiva y calma que habíamos visto en estos años de ostracismo -alejado del sol kirchnerista- decidió tomar alguna de las facetas menos atractivas de Cristina, y además de hablar demasiado, todos sabemos que eso no suma, se dedicó a denostar y defenestrar a ciertos personajes públicos en particular algunos periodistas. Hablar desde el atril blandiendo el dedito acusador y dando nombres propios es una actitud fascistoide que aquí volvieron poner en valor Néstor y Cristina y que ahora Alberto parece haber decidido reeditar. Nombres propios que luego deben sufrir el ataque, el escrache, el escarnio, la calumnia de los seguidores más fanáticos de esta gente, que como siempre sucede, quieren llevar las cosas más allá del extremo planteado por sus jefes.

Lamentablemente, todavía no han asumido y ya estamos otra vez hablando de estas cosas. Está bien decir que se van a terminar los operadores y las operaciones judiciales y periodísticas de una buena vez, prácticas reprochables y de las que el peronismo en particular hizo uso y abuso en sus diferentes administraciones. Pero para que suene como una afirmación creíble hará falta también que se complementen con conductas y discursos más reflexivos, calmos, más propios de quien tiene que ejercer el rol institucionalmente más importante del país. Un rol que lo obliga y lo compromete no solo frente a su facción o a su grupo de pertenencia sino frente a todos los argentinos, lo hayan votado o no. Con su accionar, la duda que queda flotando en el aire es si el presidente entrante lo entiende, ya que la mayoría de nosotros ya sabe a ciencia cierta que la nueva vicepresidente no.
Fuente: El Entre Ríos.

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