La economía es apenas uno de los aspectos que nuestro país debe comenzar a corregir en diciembre

Bien entrado el siglo XXI, Argentina todavía no ha podido resolver varios de sus conflictos del siglo XIX, cuando el país estaba en formación. Existe una Constitución y existen códigos y leyes que hablan de una Nación republicana, federal y democrática. Pero cabe preguntarse si las palabras republicana, federal y democrática son aplicables al estado actual de las cosas en Argentina o si la Nación sigue en formación como hace 160 años.

De republicana, Argentina tiene poco más que el nombre y una división de poderes formal. Con el inédito aval del Congreso, el Poder Ejecutivo se ha atribuido capacidades legislativas que le han permitido gobernar mediante decretos de necesidad y urgencia que ya ni siquiera deben ser refrendados por los legisladores para tener vigencia. Un avasallamiento de la división de poderes que en relación con la justicia se perpetra mediante nombramientos de jueces por una mayoría espuria en el Consejo de la Magistratura.

Tampoco de federalismo tiene el país mucho más que el calificativo. Las disputas entre Buenos Aires y el interior, que dominaron la agenda del siglo XIX, parecieran no estar resueltas. Claro que ya no hay conflictos armados entre las provincias, pero no sólo no se ha resuelto sino que se ha exacerbado la dominancia económica de la ciudad y provincia de Buenos Aires por sobre el resto del país. En esos dos distritos vive el 46% de la población y se origina más del 50% del PBI.

Pero, además, esta dominancia ha tomado una nueva forma a partir de la creciente concentración de poder en el gobierno nacional, que han dejado a las provincias y municipios a merced de sus decisiones discrecionales. Decisiones que no pocas veces, por conveniencia política, privilegia los intereses del conurbano bonaerense, donde se consiguen gran parte de los votos necesarios para gobernar, y conspira contra los intereses del interior. A nadie escapa que, contra lo que dicta la Constitución, la presión de la provincia de Buenos Aires ha sido un escollo insalvable para consensuar una nueva Ley de Coparticipación.

¿Y qué cabe decir del valor de nuestra democracia, manchada cada domingo de elecciones? El caudillismo, la importancia del aparato, la compra de votos, la búsqueda frenética de fiscales y el enorme gasto proselitista con fondos del estado hablan a las claras de la aceptación generalizada de que existe el fraude. Fraude que como siempre favorece al oficialismo permite explicar también la reticencia a terminar con una arcaica forma de votar. Tácitamente, todo el mundo reconoce que sería ingenuo competir según la ley en un juego que se dirime a sangre y fuego, quemando de urnas en Tucumán o asesinando a un militante radical en Jujuy. Esta democracia mata.

De cara al cambio de gobierno del próximo 10 de diciembre, tienden a subestimarse los ajustes que deberá encarar el próximo Presidente. Éstos quedan en general circunscriptos a la esfera de la economía. Sin embargo, la tarea que hay por delante excede en mucho la necesidad de devaluar, ajustar las tarifas de servicios públicos y alcanzar un acuerdo con los fondos buitre para acceder a dólares frescos.

La crisis argentina está mucho más relacionada con la falta de valores. Éste es el verdadero freno al desarrollo sostenido. Los problemas de fondo que enfrenta el país no son de naturaleza económica; los que impiden el desarrollo sostenible, con equidad, tiene otra raíz, más profunda, vinculada con la falta de respeto por la ley. Sólo respetando la ley cerraremos los conflictos del siglo XIX y seremos una verdadera nación republicana, federal y democrática.

Con el proceso electoral entrando en su recta final, el común denominador de los discursos de los dos candidatos más votados en la primera vuelta sigue siendo la levedad. Recién después del escándalo de las elecciones en Tucumán la oposición parece haber despertado de su letargo y, haber comenzado a detectar la magnitud del desafío que se le presenta. Un desafío que importa reconocer la crisis de valores y sus consecuencias: la corrupción, el narcotráfico, la desocupación, entre otras.

Un desafío que excede en mucho al ajuste económico y que requerirá de quien lo encare mucho más que mera fe y esperanza.

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