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Se podrá discutir si el nuestro es o no un Estado casi quebrado. Pero es indiscutible que lo es dispendioso, en el sentido que le cabe aplicar ese adjetivo en las dos acepciones que tiene esa palabra en el Diccionario de la Lengua. Todo ello en la medida que se lo ve de una manera casi obsesiva derrochando y malgastando sus menguados recursos, erogaciones que por dimensión cabe considerar a todas luces como excesiva.

Todo ello por nuestra pretensión que sería válida de alcanzar, si actuáramos de la misma manera que lo hacen los países europeos nórdicos, donde se encuentran presente en sus prácticas habituales, aquellos rasgos importantes para que -en parte al menos- se haga realidad la concepción del “walfare state”.

El cual, en la vieja Europa, concluida la Segunda Guerra Mundial, se concebía en el plano teórico con esa designación, a lo que en nuestro idioma se traduciría literalmente como “estado providencia”. Ello así, en cuanto se trataba de lograr la presencia de uno, al cual -de verdad y no de mentiras- le cabría el nombre de “benefactor”, ya que conduciría a plasmar una “sociedad de bienestar”.

Cosa imposible de lograr, si en paralelo no se logra un desarrollo económico y social autosostenido. Tal cual evidentemente no sucedió entre nosotros, por motivos que no vienen al caso referir, pero que llevó a que comenzáramos por vender “las joyas de la abuela”, y de allí en más “vivir de prestado” cada vez en mayor medida, porque gastamos más que lo que producimos. Y si eso no fuera suficiente, no incrementaríamos también –por esa misma causa- en forma paralela el número de pobres.

Y hablamos en nuestro caso de una aspiración legítima pero inalcanzada, dado que ha echado raíces entre nosotros el malentendido según el cual, un estado protector es, sobre todo, un “estado que subsidia”. Y consecuencia de ello es el creciente número de compatriotas que viven en condiciones de vulnerabilidad, como consecuencia de los malos manejos de sucesivos gobiernos, que parecieran empeñados en buscar “enterrarnos”, cada vez un poco más.

Ese estado al que nos pareciera complacer ver no dejar de subsidiar, es el cual con ellos afronta el déficit de empresas estatales, los que de otra manera demostrarían su inviabilidad, al mismo tiempo que de un modo implícito lo hace con su creciente hipertrofia, consecuencia de su adicción a “crear cargos públicos, con la única finalidad de… poder cubrirlos sin cesar”.

Es dentro de ese contexto, donde aflora una cuestión cuya emergencia hemos buscado posponer, cual es la del subsidio a las tarifas de consumo eléctrico y de gas.

Es que esos subsidios, de acuerdo a la información oficial, en el caso de la electricidad treparon 128% en 2021 alcanzando $ 848.200 millones (U$S 8.910 millones al dólar oficial), representando 1,9% del PBI, cifra sólo superada por el récord de 2014. Mientras que en el caso del suministro de gas, los mismos treparon 68% durante el año pasado y alcanzaron los $202.600 millones (U$S 2.130 millones al dólar oficial), representando aproximadamente un 0.4 % del PBI.

Como consecuencia de esa situación insostenible, el actual gobierno nacional ha decidido enfrentarla –queda la duda si con ello la soluciona- eliminando el subsidio que en ambas tarifas reciben uno de cada diez usuarios, que son los que se presume cuentan con mayor capacidad económica.

De esa manera ese sector del 10 % de los usuarios verían incrementada la tarifa eléctrica hasta un 305 %, y aumentos de hasta 267% en el gas. Lo que vendría a significar que la tarifa de luz podría multiplicarse por cuatro para aquellos usuarios que pierdan los subsidios. Y por 3,7 veces en el caso de las tarifas de gas.

Si bien las cifras contenidas en la información “marean más que un poco”, ello significaría que, dejando ese 10% de usuarios que pagarían “ tarifa plena”, para los beneficiarios de la tarifa social, el incremento total en su factura para cada año calendario será equivalente al 40% del coeficiente de variación salarial (CVS) del año anterior, y en tanto que para el resto de los usuarios –se repite que queda exceptuado ese 10% con incremento total en la factura- para cada año calendario será equivalente al 80% de la evolución del salario (CVS) correspondiente al año anterior. Es decir que ese universo de usuarios seguiría en proporciones distintas con su consumo subsidiado.

No queda entre tanto claro cómo se conformará de una manera razonable ese segmento del 10 % del total de usuarios que pasa a abonar tarifa plena. Pero nuestros reparos a la “segmentación” de los usuarios no pasan por allí, sino por la impresión de que con ese sistema viene a avanzarse en un método de imposible y a la vez indeseable aplicación, cual es que en el tren de “lotear” a los usuarios, terminemos en un futuro no lejano haciéndolo con toda la población, en un intento de examinar su situación “caso por caso”.

Es que la objeción fundamental que cabe hacer a ese sistema de segmentación en su totalidad, es que no estimula el consumo razonable de la electricidad y el gas, es decir no lleva a “cuidar lo que se consume, fuera del grupo del 10 % indicado, que es el único cuyas tarifas no están subsidiadas.

De manera que una de las alternativas que permitirían superar ese reparo, sería la que partiera de la aplicación de una tarifa básica, para una cantidad de gas y de electricidad que se considere como consumo razonable para una familia tipo, contemplando en el caso de la primera lo necesario para atender al consumo estimado como razonable en cocinar y calefacción, y en materia eléctrica para iluminación y el funcionamiento de uso doméstico como es el caso de la iluminación, televisión, y lavarropas entre otros. Dado lo cual, todo consumo que exceda esos límites pagaría la tarifa plena.

Al respecto, viene a nuestra memoria un dicho sepultado en el olvido, consecuencia de las largas épocas de dispendio que nos han mal acostumbrado, que advertía que “el que no apaga, paga”. Y así debería ser.

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