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Entre nosotros se dan a diario, por no decir en cada momento, situaciones como las que se pasan a ilustrar con los ejemplos que se sintetizan.

Primer ejemplo: al salir de una reunión de negociación llevada a cabo en Estados Unidos, una ciudadana argentina abordó al Jefe del Gabinete del gobierno nacional con la excusa de tomarse una foto, pero, para sorpresa de éste, se trataba tan solo del primer paso de una agresión en su contra.
Es que, según se refiere en una de las crónicas de lo sucedido, en el instante preciso de posar, y mientras Peña esperaba que le tomara la fotografía, la joven abrió su mochila, sacó una banana y se la ofreció, mientras lanzaba palabras en tono irónico: “Felicitaciones por el ajuste, el premio al gorila del año. Gracias por vetar la ley anti ajuste”, frase que se la observó repetir insistentemente mientras perseguía al funcionario que, sin perder la calma, se retiraba del lugar.

Segundo ejemplo: la reacción que provocara el anuncio que efectuara el diputado nacional vecino de Villa Elisa Marcelo Monfort, luego que a través de Facebook hiciera conocer su postura negativa a acompañar con su voto el proyecto de ley que despenaliza el aborto. En el texto de su declaración hacía referencia que la suya no es una postura religiosa, ni moral... Que entendía la complejidad del tema y la problemática del debate, lo cual lo llevaba inevitablemente a ver que en el centro de la discusión está en juego la noción de vida. Y entonces, que su protección es el primero de los derechos humanos.

No hubo en su caso, como no podía ser de otro modo, luego de la inserción en la red de su declaración, una persecución física. Pero la misma sirvió para que en ese medio se desencadenara un “tsumani” abrumador de mensajes, llenándolo de improperios y buscando ensuciarlo con palabras groseras, por no otra cosa que haber manifestado una convicción.

No es cuestión, como señalábamos al principio, de seguir con una retahíla de infinitas situaciones del mismo tenor. Sino de señalar a qué nos ha llevado la reiteración generalizada y recurrente de una manera, que no muestra solución de continuidad, de este tipo de comportamientos.

Es que de la amenaza se ha pasado a la agresión lisa y llana, para transformarse en un estado de cosas permanentes, al que describimos de una manera que no nos satisface íntegramente como “un estado de agresión social” generalizado y permanente.

Se asiste así a una situación que va más allá de un ambiente que es meramente conflictivo. Es que en toda sociedad existen conflictos, comenzando por los que son interpersonales para terminar con los intergrupales. Y en toda sociedad seguramente los habrá, como sucede en el caso de las personas aún entre aquellos que se sienten hermanados por la amistad, o el de los que en su momento se describían como “los matrimonios bien avenidos”.

Pero una cosa es la existencia del conflicto y otra es que el mismo venga acompañado por la agresión o desemboque en ella. Ya que no solo se da el caso de conflictos resueltos de manera pacífica -o lo que alguien se atreverá a calificar como forma civilizada- sino que se puede llegar al extremo opuesto que en apariencia suena a inconcebible, pero que en nuestros entorno lo vemos generado a diario, cual es el que la agresión no solo preceda al conflicto, sino que sea el precisamente la causa que lo provoca.

Es que un estado de agresión con las características de las apuntadas, no solo no viene sola en cuanto va acompañada de una atmósfera de hostilidad latente manifiesta, sino que tiene consecuencias fatalmente destructivas para el orden social, o sea la expresión más abarcadora de la convivencia.

No se debe dejar de recordar que cuando se llega a esos extremos lo que comienza por ser un estado de exasperación – lo que implica alteración del estado emocional de una gran mayoría de los involucrados- desencadena finalmente en daños. Al menos en los que buscan la aparentemente inocente intención de causar perjuicios como si se tratara de un mero juego o ensoñación, aunque malévolo, lo que se traduce finalmente en la consumación de un daño real, no solo en las cosas y las personas, sino aún en los valores.

No es la nuestra, la intención de exagerar ni de incurrir en vaticinios de envergadura casi apocalíptica, pero se nos ocurre que nos encontramos en una situación parecida a aquélla a la que se refiere “la leyenda del aprendiz de brujo”, o la de alguien que está por sucumbir a la tentación de destapar, una vez más, la Caja de Pandora.

Es que la pérdida del sentido de los límites y la irrupción de la desmesura como regla de comportamiento que ello conlleva, está llevando a que, sin darnos cuenta o al menos expresando la admisión benévola de que nos damos cuenta tan solo a medias, estamos abocados a lo que se puede calificar como un comportamiento suicida, que emergerá definitivamente en el caso de la pérdida radical de respeto al otro.

Es que “el respeto al otro” constituye la delgada capa que, remedando a Sarmiento, es lo que hace la diferencia entre la civilización y la barbarie. Y de eso se trata la cuestión: el agravio permanente como forma de relacionarnos –si es que esa manera de hacerlo es digna de ser llamada de esa manera- viene a ser la señal más clara de hasta donde hemos avanzado en la pérdida del respeto al otro.

Y lo que es más grave aún, que todo ello ocurra sin que nos percatemos que al perder el respeto al otro, al mismo tiempo e inclusive antes de consumarlo, hemos comenzado por perdernos el respeto a nosotros mismos.

Un estado de cosas que nos sobrecoge ya cansados. Pero que de cualquier manera nos debe llevar a reaccionar, desde lo primero, no como esos padres que ante una barrabasada o llanto estridente de un pequeño hijo, recurren a una palmada, sino como quienes se dirigen a él diciéndole “así no Juancito; Juancito no se porta así nunca”.

Dicho de una manera menos concreta: tenemos que reaprender a ser, lo que nunca debimos dejar de ser.

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