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Nos ha llegado un ejemplar del libro “Plantas del bajo Río Uruguay”, ÁRBOLES Y ARBUSTOS del que son autores Estela E. Rodríguez (Licenciada universitaria en Biología), Pablo Aceñolaza ( doctorado en Botánica), Julián Gago (Técnico especializado en la temática de reconocimiento y observación de la flora indígena, y actualmente director del Vivero de la Municipalidad de Paysandú, de nuestra comarca) y Gonzalo Picasso ( Ingeniero Agrónomo, Director del Museo y Jardín Botánico “Profesor Atilio Lombardo”. Circunstancia de la que deberían tomar nota los funcionarios municipales de nuestra región.

Se trata de un libro de 307 páginas editado por la Comisión Administradora del Río Uruguay (CARU) que sorprende de entrada ya por su encuadernación e impresión impecable, y por la calidad de las numerosas ilustraciones en color, que dan cuenta de valiosas fotografías de las diversas especies de la flora del sector de río Uruguay donde habitamos.

En cuanto a lo que hace al contenido de la obra, la “presentación” a modo de introducción con la que sus autores la comienzan, no solo es valorable para los amantes de la naturaleza sino interesa a todos ya que partes de su texto nos introducen en conceptos y pautas que nos permiten sacar al mismo todo el provecho que merece, sino por cuanto deja ese contenido a que más arriba nos referíamos, claramente explicitado.

Es así como se señala, que el libro tiene por objetivo, el obrar de guía de campo práctica y visual para los amantes de la naturaleza que se interesen por la flora leñosa de este maravilloso río, aunque no pretende ser un compendio completo de la misma, ya que sin pretender incluir todas las especies leñosas presentes, se intenta dar una idea de la diversidad de árboles y arbustos presentes… "incluyendo 105 especies de árboles y arbustos”.

Es importante destacar que según la misma presentación “se han incorporado especies exóticas naturalizadas en estos ambientes; muchas de ellas poseen carácter invasor, cubriendo áreas naturales y por lo tanto se pueden visualizar con cierta facilidad. De esta forma, el lector que recorriendo el río Uruguay encuentre especies arbóreas como la acacia negra, mora o ligustro (entre otras) podrá encontrar su caracterización, y enterarse de su origen, aun no siendo una especie local”.

Pero no podemos dejar de señalar que uno de los motivos por el que asignamos un destacable valor a la obra, es porque ella nos ha servido para reflexionar hasta qué punto hemos dejado que se apropiaran, no desde un punto material, sino desde el punto de vista cualitativo de la tierra que es nuestro entorno y en la que vivimos.

No es cuestión de generalizar, ya que tenemos bien presente que las generalizaciones no solo son odiosas sino en infinidad de casos también lo son injustas, pero la lectura de textos como el que nos ocupa, nos hace sentir como “extranjeros en nuestra tierra”.

Se debe tener en cuenta al respecto la importancia que en el libro del Génesis se le da al acto en el que Adán – y no Jehová, quien es Creador por antonomasia le dio a aquél el poder de ponerle “el nombre a todas las cosas”, es decir hacer posible que todas las cosas puedan ser conocidas por la forma en que se las nombra.

Y en nuestra situación, tristísima por cierto, esa incapacidad de reconocer las cosas de nuestro entorno por su nombre, hace como que estuvieran y a la vez no estuvieran allí presentes en un hábitat que no termina de ser nuestro, en la medida en que en distintos grados, pero eso cambia poco las cosas, somos incapaces de reconocerlos. Porque ese conocimiento no reside solo en el hecho de nombrarlos, si por tal entendemos un bautismo formal, a la atención individualizada ya que está dirigida no a nombres genéricos sino a seres o cosas que han dejado de ser parte de un montón confusamente informe; con el añadido que de esa manera se puede comenzar a tener con aquello que se nombra y reconoce una relación que siempre se vuelve afectiva, aun en los casos en ella está cargada de temor o repulsión. Y si se trata de una relación afectiva positiva, viene al caso la referencia a aquella frase tan remanida y tan cierta acerca de que no se puede llegar a querer lo que no se conoce.

No se trata de que demos muestras de conocimientos en los que la historia se vincula con los árboles, como es el caso del pino del Convento de San Lorenzo, ni del Pacará (timbó rojo) de Segurola y de donde proviene en cada caso su fama. Ni tampoco que se sepa que a Sarmiento se debió la introducción en el país, de especies exóticas – no incluidas en la “presentación” precedentemente glosada, como es el caso de los plátanos, el eucaliptos globulus ahora casi olvidado, pero que sirvió para arbolar las estancias de la desarbolada pampa bonaerense, o de las nuez pecán, la que daría la impresión que su explotación económica ahora ha comenzado.

Sino de tomar conciencia de la importancia que tiene el conocimiento de nuestra fauna y de nuestra flora, en relación a la cual tenemos un conocimiento harto superficial, por la característica meramente libresca de nuestra escolaridad que lleva que nos indigestemos de nombres de árboles, plantas, animales, pájaros y peces sin que a esos nombres, muchas veces mostremos una incapacidad total de aplicarlo a los plantas y animales de nuestro entorno.

De esa manera se da una situación curiosísima y a la vez reveladora de una falencia grave en nuestra formación cultural individual de la que es responsable la sociedad toda, y que no puede ser atribuible en forma exclusiva, ni a nuestro sistema escolar ni a los componentes adultos de los grupos familiares.

Es que resulta notoria la diferencia enorme que es dable encontrar entre la población urbana –los “citadinos”- y la rural –tal el caso de los ahora revalorizados como pueblos originarios o como cualquier de los afincados durante varias generaciones- en el campo, el monte, la selva y aun en los lugares semidesérticos- en cuanto al conocimiento y respeto -que en el caso de esto último de esto último se traduce en un manejo sustentable y una relación afectiva- hacia el entorno.

Algo que nos lleva a pensar sobre la necesidad de que no solo la escuela se encargue de cubrir ese bache, sino que las asociaciones con objetivos ecológicos asuman un rol principalísimo en la formación de la población a ese respecto, que es una forma indirecta, aunque pone en cuestión si a la postre no es un manera más efectiva y persistente- de lograr la defensa del entorno – que es decir del medio ambiente y de la lucha contra el cambio climático- un activismo necesario respecto a situaciones puntuales. Ya que si éste hace posible dar y en ocasiones ganar batallas, mientras que con esa acción cultural que eduque a todos la única manera de ganar la guerra.

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