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Marcha por el crimen del kiosquero en R. Mejía
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Se ha convertido en un lugar común, el atribuir al Estado “el monopolio de la fuerza” en las sociedades modernas. De esa manera caló hondo en la conciencia social, el concepto que un autorizado sociólogo alemán – nos referimos a Max Weber y en especial a su obra “La política como vocación”- se encargó de machacar, de una manera que ha resultado a ojos vista exitosa.

Cabe señalar que, según su concepción, el estado es esa "comunidad humana que (con éxito) reclama el monopolio del uso legítimo de la violencia dentro de un territorio determinado". Y como consecuencia de ello la policía y los militares son sus principales instrumentos. Además se podría considerar que “la seguridad privada tiene el derecho a usar la violencia" siempre que exista una suerte de delegación estatal para emplearla, de lo que es un ejemplo el empleo de la “legítima defensa”, ya que en ese caso –al hablar de “delegación estatal”, tal como se ha indicado- el que la ejercita lo vendría a hacer por una “manda” del estado, que lo convertiría, en lo que hace a la custodia de su derecho, en una suerte de “policía de sí mismo”.

En tanto viene el caso añadir a lo expresado algunas precisiones. Es así como debe advertirse que el otorgamiento de ese “monopolio” no significa que el Estado lo pueda ejercer a su antojo, sino que queda “legitimado” tan solo en el caso que se lo ejerza dentro del marco de la Constitución y de las leyes que son su consecuencia. También, que todo deterioro de ese monopolio, por la causa que fuera, se pone de manifiesto en una gradación que va de transgresiones individuales mínimas al mismo, hasta un extremo que, por significar un estado de conmoción interior, en el caso de resultar el Estado impotente para ponerle freno, representa no otra cosa que la presencia de la “anarquía”.

De donde cabría considerar que el monopolio del poder estatal, cuando se encuentra legitimado en su ejercicio por el respeto a la Constitución y a las leyes que son su consecuencia, viene a ser la contracara de la “seguridad” de la población, la que se traduce en la circunstancia de que, valiéndose de una manera eficaz de ese instrumento, el estado la ampare y dé protección concreta y exitosa a sus derechos.

Si nos hemos extendido en esas consideraciones de naturaleza teórica, las que inclusive pueden por una parte tenerse por farragosas, es por cuanto las mismas sirven para construir el marco, dentro del cual poder hacer referencia a su comportamiento y especialmente a la evaluación de la manera que nuestro Estado, con suerte diversa, “intenta” ejercer el monopolio del poder en la actual coyuntura.

Y a ese respecto, la situación vivida hace apenas dos días en la localidad bonaerense de Ramos Mejía, constituye una muestra del hartazgo de la población del lugar –una sensación que no está acotada a los sufridos vecinos de esa localidad, sino que se hace visible en muchos otros lugares de nuestra geografía- ante una situación de impotencia gubernamental de dar seguridad a esa población, y cuya contracara – tal como lo hemos señalado más arriba- reside en que de una manera efectiva el estado ejerza el monopolio de la fuerza, que es su principal razón de ser, y el hito más alto de un “estado presente”.

A la vez se da la paradoja que ese estado ausente, ya que no se muestra en ese ámbito en condiciones de ejercer el monopolio al que nos estamos refiriendo hasta cansar, se lo ve haciéndose presente de una manera por lo general hasta ahora amenazante, en ese difuso límite entre lo que es ajustado a la Constitución y lo que no lo es sino una acción desmadrada. Una peligrosa “tentación regulatoria” de la que pueden verse a diario nuevos ejemplos de lo que es la amenaza de un creciente “embretamiento” de las actividades productivas más diversas, como consecuencia de lo cual pueden desembocar en una “asfixia generalizada” de nuestros sectores productivos. En lo que es un precedente la manera arbitraria con que tantas veces y en tantos lugares de nuestro país se utilizó a la pandemia para regimentar más allá de todo límite razonable a la población.

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