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¿Cómo explicarle a un ciudadano de otro país del G20, o del 90% de los países de América Latina, la economía argentina? ¿Cómo explicarle el tiempo que ocupa la economía en nuestras charlas diarias, y cómo las decisiones del Gobierno nos obligan a una adaptación constante, en general para esquivarlas?

¿No se vivirá mejor en esos países normales? Allí, los ciudadanos de a pie no parecen preocupados por cómo les golpeará el último DNU, la última carta, la más reciente puja por el poder o la grieta política.

En Argentina, el despertador es un llamado a las armas: combatimos contra la inflación, el precio del dólar, la inseguridad en las calles, los piquetes y manifestaciones, y cientos de otras peripecias a las que sólo nosotros parecemos acostumbrados.

Mirar el valor de otra moneda que la propia es, en el resto del mundo, impensable para quien no trabaje como operador de cambios. Nuestras cifras de inflación también son impensables. Y, sin embargo, creer que “la inflación es algo simple de resolver” se convirtió en un meme.

¿Por qué no podemos tener una economía menos histérica? Al fin de cuentas, entre 1991 y 2001 logramos vivir sin inflación. Había problemas, pero la histeria por los precios y por el dólar no era uno de ellos. No era en una Narnia remota, sino la Argentina de hace 25 años.

Quizás haya que buscar la respuesta en el hecho de que la caída de la Convertibilidad vino acompañada por un discurso que denostaba todas sus partes. El mote “neoliberal” devino insultante y motivó la censura de las ideas pro-mercado y su reemplazo por la creencia en la capacidad del estado para resolver los problemas. Todos los problemas. El progresismo se hizo carne en la gente.

Cambió el modo de conseguir “justicia social”: trabajo y educación se reemplazaron con beneficencia estatal, al principio financiada con más impuestos; un mágico cuento de Robin Hood.

El problema fue que el gasto público se hizo imprescindible para sostener el poder político. Hasta que los impuestos ya no alcanzaron para solventarlo. Como el estado podrá ser grande y fuerte, pero no tiene crédito, debió recurrir a la emisión. Lo que hizo que la gente empezara a dudar del peso, y huyera hacia bienes durables o dólares, lo que aceleró la carrera de los precios. Se podrían bajar con más producción, o con más importaciones. Pero nadie invierte para producir más, y no tenemos dólares para importar. ¿Cómo lo corregimos? Con congelamientos de precios y tarifas. Lo que desestimula más la inversión, genera más escasez, aumenta más los precios y el gasto en subsidios. Nada parece salir de acuerdo a lo pensado. Es un mundo injusto: un complot internacional.

La salida de la Convertibilidad fue traumática. Lo curioso es cuando parecía que la crisis económica se llevaría puesta a la clase política, ésta logró salir mejor parada que nadie. Eludió el ominoso “que se vayan todos”. Casi todos se quedaron, más poderosos que antes: deciden qué hacer, qué dejar hacer y qué prohibir.

El método de los gobiernos argentinos parece de locos: a cada problema se le encuentra una solución rebuscada. Que genera otro problema y otra solución rebuscada. Hasta que ya no se entiende nada; las miles de absurdas regulaciones que regulan a las regulaciones anteriores, se superponen y no funcionan. Todo se empantana, y todos los problemas saltan a la vez. Hoy nos vemos corriendo de atrás al estancamiento económico, la inflación, el dólar, la pobreza, la inseguridad, la debacle educativa y el deterioro del sistema de salud público.

Pasaron 20 años desde que cayó la Convertibilidad, y no estamos mejor. Como siempre pasa, el estado usó mal su poder. Terminó de romper aquello que andaba mal y arruinó lo poco que andaba bien. Se sobrestimó la capacidad del estado para hacer las cosas bien.

Nuestra economía está mal. Nuestra sociedad está mal. Los ciudadanos estamos mal. Pero el gobierno parece creer que su método está bien.
Fuente: El Entre Ríos

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