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El haberse encontrado –no se puede hablar en puridad de una aparición- los restos del submarino siniestrado con los despojos mortales de sus tripulantes, es un hecho que debe despertar en todos un sentimiento de empatía solidaria frente al dolor de sus familiares y de respeto fraterno para aquéllos que nos dejaron en tan trágicas circunstancias.

Pero de allí en más es de esperar que todos - con exclusión de los familiares- tomemos conciencia de una vez por todas de que esta tragedia, no hace sino alimentar otra; en la medida en que no solo la mantiene viva sino que viene a mostrarnos acabadamente ese gran trauma que padecemos.

Del mismo que por ahora debemos dejar a un lado, como ha quedado dicho, a sus familiares, porque debe comprenderse que, sino todos, la mayoría de ellos no está compresiblemente en condiciones de ver las cosas desde una perspectiva serena y objetiva, golpeados como están por la tragedia.

Algo que a los demás debería indicarnos que el trauma que siempre portamos y que ahora se nos muestra – o debería mostrársenos- de una forma consciente, es que somos no otra cosa que un país de víctimas, pero no solo eso, sino que lo somos de una manera muy especial.

Primero, en cuanto somos antes que nada y en una dimensión cuando menos significativa, un país de “falsas víctimas” – una explicación más de que somos un país familiarizado con las falsedades sobre todo vestidas de vanidades, algo que las empobrece y las hace peor- y que queda clara la difusión que entre nosotros tiene la palabra “auto-victimizarse”.

Pero al mismo tiempo que exhibimos ese mal hacer, en la medida en que volvemos farsa algo que es una cosa que debe tomarse con seriedad extrema, cual es el hecho que pendularmente con facilidad asombrosa podemos irnos sin hesitación hasta el otro extremo, convirtiendo lo que no son otra cosa que “víctimas” – que de por sí es un título que merece reconocimiento , respeto y compasión- cuando no en “héroes” o “mártires”, a quienes no lo son, en la medida que son solo víctimas, lo que no significa que ellas sean “simples víctimas”, ya que el serlo es lo más alejado de la simplicidad.

Salvo que haciendo una extensión de la heroicidad y el martirio, una u otro, o los dos al mismo tiempo, o como si fueran uno de tantos los que entre nosotros tienen que padecer en forma extrema las penurias siempre misteriosamente repartidas del vivir, y están presente inclusive en tantos que tienen que viajar varias horas y tomar medios de transporte diversos para ir y volver de su casa al trabajo, aunque reconozcamos que ese no es el mejor de los ejemplos, ya que nuestra realidad está llena de situaciones y condiciones mucho peores.

Al mismo tiempo, y más allá de todas esas maneras de presentarnos como víctimas, que hasta cabría decir que han llegado a formar parte de nuestra idiosincrasia, se puede agregar otra característica que no es exclusivamente nuestra, pero que entre nosotros viene adquiriendo rasgos cada vez más inquietantes.

Se trata de una situación que tiene la peculiaridad de que se nos puede ver en forma repetida y hasta peligrosamente extendida, en nuestra condición de un único grupo humano, jugando en forma simultánea el rol de “víctima y victimario”.

Un comportamiento que, comparativamente va más allá del de una persona que se “auto-mutila” o se infringe a sí misma lesiones, dando cuenta de esa manera de una enfermedad que no está en nosotros la posibilidad de calificar.

Lo cual no significa que no integremos, lo que por una profunda analogía, no podemos sino calificar como una sociedad enferma, en un sentido que nos cuesta encontrar la palabra adecuada para caracterizarla, pero que puede describirse como la tendencia pocas veces rehuida a “comernos a nosotros mismos”, dando cuenta de un comportamiento al que mal llamamos – y así lo reconocemos, pero no se nos ocurre otra forma de llamarlo- “auto-canibalización”.

Algo que viene a significar con esos juegos de “suma cero” que los que gana uno de los integrantes de la sociedad, se encuentre otro que lo pierda. Cuando las cosas deberían ser tan diferentes, sino que los repartos deberían no solo volverse más equitativos, sino que al dejar de “comernos” entre nosotros, porque también nos dispongamos a hacer lo que nunca deberíamos dejar de hacer juntos.

Cual es no pensar y no tratar de mordernos unos a otros, sino de “cinchar juntos” trabajando de una manera que permita el crecimiento del todo con equidad.

En tanto, es necesario no dejar de advertir, que nuestra “autofagia” – ¿habremos encontrado la palabra adecuada?- tiene toda clase de efectos nocivos que se traducen en lo que actualmente se conoce como “daños colaterales”.

El primero de ello es el de la pérdida de esa confianza recíproca que debe existir entre nosotros, si pretendemos funcionar como una verdadera sociedad. Algo que es lo mismo que decir que se hace difícil encontrar en quien confiar, de manera que la desconfianza se desparrama de continuo. Un estado de cosas explicable, porque como se supone que cada uno está dispuesto a “comerse al otro”, de lo que se trata es de en ningún momento bajar la guardia, por lo que pudiera pasar.

Y es explicable que las cosas así sucedan. Ya que entre los “fagocitadores” se encuentran presidentes convertidos en acaparadores de bolsas de billetes que se pesan billetes por kilos, jueces que de repente se sabe que al mismo tiempo que ejercían de tales, actuaban como jefes de banda, y hasta puede resultar que el policía que todos los días se lo encuentra alguien custodiando un banco y con el que intercambia saludos y frases con las que se construye una animada relación, a la postre se descubre que anta metido vaya a saber en qué cosas raras.

Y como contrapartida, el desconfiar de todos, lleva por contraste, y al no saberse donde está la verdad y lo que es mentira, a que algunos terminen por no importarles la verdad, y se dé el caso no infrecuente de que existan mentirosos a los que se crea que lo que dicen es verdad.

Todo ello unido a la falta de un auténtico respeto –el que se debe dar a toda persona, y más aun a quienes hemos investido en sus cargos con nuestro voto- a los demás, porque no se puede respetar a aquel en quien no se confía.

En suma muchos tememos que vivir en un país de víctimas, sea algo muy parecido a vivir en un lugar que puede encontrarse gente que sea cuerda y gente que sea buena, pero que es extraño de ver a aquéllos que sean ambas cosas.