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Aquí también entendemos por protocolo a reglas preestablecidas de actuación. Son aquellas que nos sacan del caos, y que nos permiten vivir en un entono ordenado y, sobre todo, previsible.

Y la previsibilidad en la cotidianeidad se traduce en comportamientos esperables, que por lo mismo que son así, facilitan el fluir de los acontecimientos.

Desgraciadamente, nos tenemos que acostumbrar a vivir en un mundo donde la anomia ha llegado hasta el desconocimiento, y de no ser tal al rechazo, de lo que en un momento fue normal. No hablamos de solemnidad, aunque quizás deberíamos hacerlo si utilizamos el término como sinónimo de seriedad y respeto, pero sí del hecho que la informalidad resulta inadecuada para ocasiones especiales.

Es que, de existir un protocolo así entendido, no se hubieran dado en estos días las idas y venidas observables en lo que a la trasmisión del mando presidencial se refiere. Olvidándonos de lo escandaloso que resultó lo ocurrido en ocasión de la “no-trasmisión” del mandato al presidente que ahora finaliza el mismo.

Dentro de ese contexto se inscriben las ideas peregrinas -porque ellas han existido- de pretender efectuar idénticas trasmisiones en un espacio público abierto, como puede ser la calle, una plaza o un estadio.

Lo que no tiene mientras tanto desperdicio, son las fórmulas empleadas por ciertos diputados en la ceremonia inaugural de su mandato, que vuelven a lo que era un juramento, en un montón de palabras apenas hilvanadas. El caso extremo es el de una diputada salteña que creyó hacerlo al mencionar a “Manuel Belgrano, Martín Miguel de Güemes, Juana Azurduy, Poroto Vargas, René Salamanca, Clelia Iscaro, Evita y el Che”, a la vez que recordó a “quienes luchan por tierra, techo y trabajo, a sus hermanos y hermanas de los pueblos originarios salteños”.

De cualquier manera, al utilizar esas fórmulas, en las que no se pone a Dios o a la Patria como testigo, o se comete blasfemia porque se iguala a aquél con otros nombres, sino se mengua la falta, al menos ella adquiere otro carácter, comenzando por convertirse en un mamarracho. Y al no ser juramento lo que se escucha, no está a salvo el que pronuncia esas palabras de que se pueda en algún momento afirmar que ha jurado en vano.

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