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Quién en estos días recorre Colón, y no solo su sector céntrico o costero -aunque este también deja mucho que desear- no puede menos que llegar a esa conclusión. Es que hasta un observado no demasiado atento no puede dejar de advertir una señal sintomática de que las cosas son de esa manera.

Un juicio que, para ser formulado con esas características, debe partir de la base de la expansión territorial de su zona urbanizada, la que no resulta necesariamente coincidente con lo que es su planta urbana.

Y esa expansión se la ve traducida no solo por esa circunstancia -la de su creciente extensión territorial- sino porque en ella se hacen presentes la presencia despareja de sectores o de “barrios a medio hacer”, en los que junto a viviendas acabadas y prolijas, en las que muchas veces es palpable el esfuerzo meritorio de quienes viven en ellas para preservar un estilo de vida decoroso, nos encontramos con otras en las que es palpable la garra que ponen los que las construyen o los que en ellas viven, para hacerlo de la mejor manera.

La señal sintomática de esa diferencia no reside en que no encontremos en el resto de la planta urbana “histórica” edificaciones de características similares, dado que en Colón no solo se expande en “las orillas”, sino que es palpable la preocupación de sus vecinos de mantener y hasta remozar los edificios en que moran o que son utilizados con otros fines, cual es el caso del comercio, sino que allí es donde se hacen más perceptible no solo la existencia de baldíos llenos de todo tipo de malezas y basuras, sino además de la ausencia casi general de veredas -no es que las de la planta histórica sean por lo general de ponderar, sino que se hace necesario encarar ese problema en forma global-, lo que no puede dejar de pasar por alto, y sentir un enojo al que cabría considerar nacido de esa empatía cuyo ejercicio hace tanta falta, ante el estado desastrado de las calles, que golpea como una cachetada al ver las nuevas edificaciones que ya terminadas o a medio hacer se levantan sobre ellas.

Todo ello, dejando de lado lo que hace al arbolado público de esos sectores, una ausencia que no necesita explicación alguna, si se tiene en cuenta que en la planta histórica es mayor la cantidad de árboles que de una u otra forma han desaparecido de sus calles, que el de aquéllos que se han repuesto.

Cabe señalar, que de todo lo aquí detallado no puede invocarse como excusa o defensa, ni las lluvias a cántaros de cuya mojadura nos quedan todavía tantos rastros, ni las inundaciones, ya que el panorama que ha quedado precedentemente dibujado nada tiene que ver ni con todo ello, ya que se viene arrastrando y agudizando, vaya a saber desde cuándo. Y si se sabe, lo mejor es no mencionarlo.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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