Suena exagerado, por supuesto. Pero tal vez no lo sea tanto.

Aunque a uno le cueste entender, aunque vaya a contramano del frío cálculo, una persona es suficiente para dejar una marca, propiciar algo distinto, cual piedra arrojada al agua que genera a su alrededor círculos cada vez más amplios.

Y no hace falta que sea Superman, el Hombre Araña o Batman. Tampoco un ejecutivo de alto rango. No es necesario que detente un cargo encumbrado. No tiene por qué ser gobernante. ¿Acaso los cambios más profundos no fluyen de abajo hacia arriba?

No. No es requisito tener poder para modificar un estado de cosas... O sí, hace falta poder, pero otro poder. No el poder formal, el que surge de los títulos o del dinero... sino el otro, el poder que emana del servicio... El poder de los sin poder, de los simples con vocación de servidores, de esos que, por paradójico que parezca, al fin y al cabo pueden más que los poderosos.

¿A qué viene todo esto?

Eran pasadas las 10 de la mañana del viernes 20 de marzo. El verano, como si no quisiera irse, elevaba la temperatura con la ayuda de un sol pleno, aunque el cielo ya mostraba en tinte otoñal.

En el centro de Colón varios autos pugnaban por un lugar para estacionar. El paisaje urbano se complementaba con las colas en los cajeros automáticos y la gente poblando las veredas, entre compras y trámites. También algún que otro turista, que dejaba ver su condición de tal por el modo de observarlo todo, de apreciar el entorno, como si fuera la primera vez.

Yo estaba apurado. Me había comprometido a estar en el diario a las 10,30 y tenía que pasar por el cajero del Nuevo Banco de Entre Ríos. Estacioné a una cuadra y me largué a caminar con paso rápido, absorto en mis preocupaciones.

Cuando uno se zambulle en el mar de sus pensamientos, lo que pase delante tiene que tener una buena dosis de excepcionalidad como para conquistar nuestra atención. Y eso fue lo que pasó.

En medio de la calle, en permanente movimiento, incansable, desplegándose en todas las direcciones, atento a las necesidades de todos, apareció él.

Lo que me atrajo no fue su impecable uniforme policial. Fue otra cosa. Su actitud, eso es lo que no pude dejar de apreciar. Cual si fuera la contracara del guardia pasivo, parado en una esquina, en ocasiones absorto en su celular, este policía iba al encuentro de cada uno, amable y a la vez correcto, procurando ser útil a quien pudiera necesitarlo.

Bastaba que confluyeran dos o tres autos en una esquina para que enseguida ganara el centro de la calle para dirigir el tránsito, frenando a unos con total cordialidad a la par que invitando a otros a avanzar. Ni el sol ni el calor parecían hacer mella en sus energías.

Se arrimó a la fila de los que aguardábamos entrar al cajero del banco, estrechó la mano de un anciano que ocupaba el primer lugar y lo llamó por su nombre. "Qué honor que me vengas a saludar", le dijo el hombre. "Al contrario, el honor es mío", respondió él.

Enseguida entró al recinto de los cajeros y al descubrir que había dos que no estaban ocupados, nos hizo pasar de inmediato. "Muchas gracias", le dije, y, con voz ronca, me soltó una frase que después le escucharía decir a cuanta persona pasara a su lado: "Que tenga Usted un muy buen día". Y no sonaba a mera formalidad. A uno le quedaba la impresión de que interiormente lo deseaba.

Pocos minutos después volví a encontrarme con él. Es que una vez que subí al auto y avancé por calle 12 de abril, allí estaba otra vez, en la calle, guiando a los automovilistas, haciendo prevención, que por siempre será la mejor de las políticas de seguridad.

Este sí que es un "servidor público", pensé.

No sé si a todos les pasará lo mismo, pero me sentí contagiado por su don de gentes. Me quedó la impresión de que su sola presencia contribuía a hacer más llevadera la vida de los que pasaban por el lugar. Que cambiaba los rostros, arrancaba sonrisas, saludos, que contagiaba un genuino espíritu de servicio y, sobre todo, ¡cultura del trabajo!

Quizá al colonense que todos los días se cruza con Jonathan Perroud ya se le haya acostumbrado la mirada. Ya no le asombre. Le parezca lo más normal del mundo. Y es que, por cierto, lo suyo debería ser normal, pero no lo es.

No sé nada de la vida de este policía tan singular. Pero, tratándose de un ser humano, debe tener días buenos y otros malos. Debe ser blanco de elogios pero también de incomprensiones y envidias. Quizá le cueste llegar con el sueldo a fin de mes. Puede que flaquee en otros aspectos de la vida, como le pasa a cualquier mortal. Como sea, lo suyo es ejemplar, y vale resaltarlo, como lo hiciera el Municipio en noviembre de 2013 cuando lo hizo acreedor de un reconocimiento "por su compromiso y vocación".

Hay más Jonathan en nuestra Argentina, en la docencia, en el Estado, en la empresa privada, en los hogares, en los barrios, en los templos, en los merenderos, etc. Por lo general, no son noticia, pero cambian su entorno.

Todos ellos tienen en común que ejercen un poder diferente, el poder del servicio, el poder de dar y de darse, desafiando al egoísmo humano, como lo hiciera el Nazareno Aquel, casi 2000 años atrás.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

Enviá tu comentario