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La ventana es amplia, y a la luz de esta mañana los plátanos forman una vasta pared dorada. Hay que disfrutar de los momentos milagrosos. Ni el sol durará mucho en ellos, ni las hojas quedarán para recibir su luz. A medida que envejezco más intrigado estoy por la vida de los árboles, tanto más larga que la nuestra, tan clavados en la tierra y tan abiertos al aire, a los vientos, a los astros... ¡epa!, no tan lírico don Juan, que están abiertos a podadores excesivos, amputadores, a aquéllos que les cuelgan porquerías, los que los arrancan como a muelas podridas, o los encalan como a postes de gallinero. Y no olvidemos a los perros que los frecuentan.

Sin embargo, he conocido a mucha gente a quienes poco o nada les interesan los árboles. No sé cuánto puede haber influido la educación, el medio ambiente, hasta el origen racial. La música, que agrada a tantos, efervece a unos pocos, y es nada para muchos, es un ejemplo de cómo varían gustos, afinidades y rechazos. Un mundo sin música sería muy triste, pero sin árboles sabemos que sería un mundo muerto.

En una famosa carta que dirigiera a un amigo William Bloque (1757-1827) le decía: "El árbol que produce en algunos lágrimas de alegría, es para otros solo una cosa verde en medio del camino. Así como el hombre es, así ve".

Por eso interesó tanto conocer la historia de Wangari Muta (1940-2011), la primera mujer africana que ganó en 2004 el Premio Nobel de la Paz. Cuando nació, hacía 20 años que los británicos habían hecho suyas las tierras de Kenya. El inicio de su vida no debió ser muy distinto del de la mayoría de las niñas de esas tierras, pero tuvo una primera, y tal vez fundamental suerte, ya que fue a instancias de un hermano mayor que la madre la envió a la escuela, adonde no solían ir las niñas de Kenya. El segundo momento de suerte le ocurrió en 1960, cuando ganó una beca para estudiar en los EEUU, que le fuera otorgada por un plan gestado por el presidente Kennedy, el mismo plan que becara al padre del presidente Obama. Cuando llegó a ese destino, la lucha por los derechos civiles de la población negra estaba en su apogeo, y seguramente le sirvió de motivación y ejemplo para lo que haría al regresar a Kenya. En los EEUU estudió biología en la Universidad de Pittsbugrh, estudios que fueron complementados en la Universidad de Munich.

Este regreso no fue feliz, cuando encontró la horrible desforestación que había avanzado durante su ausencia, destinada sobre todo a plantaciones de árboles de té. En poco tiempo, además del trabajo en la universidad, comenzó a comprometerse en actividades para proteger el medio ambiente, así como para mejorar la condición de la mujer en la sociedad africana. Su larga carrera no desconoció la cárcel, las afrentas ni las humillaciones y tuvo una soberbia culminación en 1977, cuando oficializó su plan de crear el Cinturón Verde, en que logró plantar en distintas zonas 30 millones de árboles. Gran parte del trabajo, desde la siembra de las semillas, el cuidado de los plantines y la siembra definitiva fue realizada por mujeres.

En octubre de 2004 se le concedió el Premio Nobel de la Paz por promover un desarrollo social, económico y cultural ecológicamente viable. Su plan Cinturón Verde se extendió a otros países de África.

Llegó a ocupar funciones importantes en el gobierno de su país y contribuyó al derrocamiento de una presidencia corrupta. Publicó un libro: "Reabastecer la tierra: valores espirituales para nuestra curación y la de la tierra".

Una vez escribió: "Aunque yo era una mujer con excelente educación, no por eso me parecía raro trabajar con las manos, a menudo arrodillada en la tierra, codo a codo con una campesina. Algunos políticos de 1980/90 me ridiculizaban por ello, pero eso no era para mí un problema, y las campesinas aceptaban y aprobaban que trabajara con ellas, para mejorar sus vidas y el medio ambiente. Después de todo yo era hija del mismo suelo. La educación, si es algo, no debe apartar a la gente de la tierra, sino inculcarles un mayor respeto hacia ella, pues es la gente educada la que está en condiciones de comprender lo que estamos perdiendo. El futuro del planeta concierne a todos, y debemos hacer lo posible para guarnecerlo. Como les digo a los forasteros y a las mujeres: no necesitamos un diploma para plantar un árbol".

Me pregunto si una vida así nos serviría de ejemplo. Tantas horas de nuestra TV destinadas a discutir pequeñas traiciones o adulterios, incesantes renovación de amantes. Nuestro diario espectáculo parece una nueva versión de "La ronda”, aquella película de Max Ophuls, largamente prohibida en nuestras tierras y en la que, por lo menos, los actores eran buenos. Pero no lograban salvarla. Quizá lo peor que tiene la corrupción es su monotonía.

¿Algo más aburrido que las numerosas causas de corrupción que se amontonan en Comodoro Py, de alguna manera todas tristemente idénticas?

¿No sería valioso, y nos llenaría de empuje y hasta orgullo, dar a conocer las vidas ejemplares? Un país asolado por tantas movilizaciones iracundas y estériles, ¿no podría volcar toda esa energía en algo tan valioso como ayudar a forestarlo, cual sería un regalo para los hijos? Ya sé que no, no me lo digan.

Y si junto a "Ni una menos”, hasta ahora una propuesta no muy efectiva, se gritara: "uno, diez, cincuenta árboles más", ¿no nos entusiasmaríamos?

Pero algo así debería ser: el dolor debe dar más vida y ciertamente no alentar rencores.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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