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El líder socialista Alfredo Palacios
El líder socialista Alfredo Palacios
El líder socialista Alfredo Palacios
Se necesitan normas estrictas acerca del comportamiento de los dirigentes de los partidos políticos, sus miembros y sus candidatos a ocupar cargos electivos.

No son pocos, dado los años transcurridos y una aceleración de los acontecimientos que rápidamente los transforma en historia, para terminar tragándoselos, quienes en la actualidad tienen un recuerdo, más o menos impreciso o siquiera una evocación, de Alfredo Palacios.

Uno de los grandes, a pesar de su baja estatura, que comenzaba con sus grandes y cuidados bigotes y una cabellera no precisamente corta, que le daba un aire bohemio.

Algo explicable si se tiene en cuenta que nació en Buenos Aires en 1878, aunque por su larga vida, que se extinguió en 1965, y por su permanente vivacidad intelectual, cabe considerarlo como contemporáneo de muchas generaciones de argentinos.

El repaso de sus datos biográficos que se efectúa en la actualidad remite a rasgos suyos que desde joven lo definieron. Incorporado al Partido Socialista creado por Juan B. Justo en 1896, triunfó en las elecciones para diputados nacionales de 1904, por el distrito de La Boca, reconociéndose como el primer legislador socialista de América Latina.

Tras la renuncia a su banca en 1915, vuelve al partido en el año 1928, para luego ser elegido senador nacional en 1931 y volver a hacerse, con gran acomodamiento, de la juventud porteña en las postrimerías de su vida.

Pero si nos ocupamos de él en esta oportunidad es por un hecho casi anecdótico que demuestra la independiente fortaleza de su personalidad.

Es que por querer batirse a duelo, y hacerlo, cosa que estaba expresamente prohibida en el estatuto partidario, que lo consideraba un vicio burgués, en 1915 Palacios fue expulsado del Partido Socialista.

Su reacción fue inmediata: renunció a su banca de diputado nacional y fundó el Partido Socialista Argentino, por el que se presentó a las elecciones legislativas de 1916 y 1918, pero fue derrotado por los radicales.

No queremos, mientras tanto, hacer referencia a las circunstancias curiosas del duelo en el que se batió Palacios, que luego de dos disparos -por fortuna fallidos- de los contendientes terminó con un abrazo, ni tampoco ingresar en una evaluación de un tipo consuetudinario de comportamiento, ahora afortunadamente abandonado.

Lo que queremos destacar aquí es otro hecho, cual es el de las normas estrictas que partidos como el Socialista - y no era ese el único caso, ya que la suya no fue una excepción- que estatutariamente contemplaba un partido, tanto al momento de la afiliación, como de allí en más, acerca del comportamiento de sus miembros.

Algo que en su momento cabía considerar como lógico, si se tiene en cuenta que en gran medida el ingreso al ámbito de la vida pública que significa la participación encomiable de un ciudadano en política, viene a hacer desaparecer en gran parte el límite que existe entre esa vida pública y la privada de cada cual.

Indudablemente los altibajos observables a lo largo de nuestra historia, que se han traducido entre otras cosas en una negativa tendencia de decadencia institucional, cabría considerarlos en una medida imposible de cuantificar, pero de cualquier manera cualitativamente significativa, tienen que ver – aunque obviamente no se puede considerar la única causa- en la ausencia y en el caso de existir, la ausencia de su aplicación de pautas a considerar en relación a aspectos que hacen a la moralidad pública de sus miembros y potenciales candidatos.

Circunstancia que debería conllevar a la suspensión preventiva y en su caso la subsiguiente expulsión, de los miembros con sospechas fundadas y graves y con muestras palpables de comportamientos reñidos no solo con normas legales de carácter penal, sino de las que debieran conformar un cuerpo informal de moral política.

No se trata de llevar las cosas al extremo –que hasta cierto punto, y mirado con nuestros ojos, y no con los de aquel momento- de considerar materia de sanción la actitud adoptada por Alfredo Palacios a la que se ha hecho referencia, de establecer un patrón de conducta de características similares a las de “la regla” de la ordenes monásticas, ya que la nuestra no es obviamente una sociedad de ángeles, sino tampoco de santos o de quienes aspiran a intentarlo, pero de cualquier manera que resulta claro que los partidos políticos deben evaluar a sus miembros, a sus dirigentes y a quienes impulsan para ocupar cargos electivos, mediante patrones de conducta que deben ser a la vez más amplios –y en esa medida tienen que ser forzosamente más imprecisos- que las de las normas penales vigentes.

Es que de darle en la práctica un comportamiento de este tipo a los partidos políticos, no sería posible que se presentara – sin ir más atrás, aunque ello también puede hacerse- la bochornosa situación que actualmente se vive, no solo por los allanamientos a los edificios en que funcionan organismos, merecedores de que su imagen sea preservada con hasta un religioso cuidado por quienes están a su cargo, sino por la existencia de funcionarios electos que permanecen en sus cargos, incluso en el caso de contar ellos con condena.

Situación que se repite a un nivel inferior, pero igualmente escandaloso en el caso de funcionarios salpicados por sospechas sólidamente fundadas, los que por lo menos deberían dejar temporariamente sus cargos, hasta que su situación quedara completamente esclarecida, sometiéndose a la justicia y ejerciendo su derecho de defensa frente a ella.

De allí que haría a la salud de la República y al prestigio de las instituciones, comenzando por los partidos políticos, que recuperen el crédito perdido por parte de una ciudadanía que en gran medida y por razones fundadas ha llegado a descreer de ellos, que los cuerpo orgánicos de las agrupaciones políticas “primereen” a la hora de controlar el comportamiento de sus miembros, sobre todo en el caso de que los mismos ocupen funciones de gobierno.

Es que su impasibilidad frente a faltas comprobadas y sospechas fundadas lleva a los partidos políticos en su conjunto, a convertirse en cómplices de aquellos de sus miembros cuestionados.

Sabemos que en la actualidad es difícil encontrar algún funcionario que llegue a suicidarse por la vergüenza que le produjo el encontrarse en falta; como ocurrió en el caso de un diputado nacional que en épocas ya lejanas, aunque de ello no haya transcurrido todavía un siglo, se suicidó al verse descubierta su participación en un sonado caso conocido como “el negociado de los terrenos de El Palomar”.

Tampoco es nuestra intención promover este tipo de comportamientos.

Pero lo que urge es recuperar el “sentimiento de vergüenza”. Ya que a la vergüenza es uno de los sentimientos más preciosos y lo hemos perdido.

Y todo parece igual aunque no lo sea, y precisamente por eso es necesario persistir en la prédica y en la lucha contra esa creencia. Salvo que nos resignemos a ver pasar a nuestro lado lo más campantes y con aire de honorabilidad a los sinvergüenzas y, sin advertirlo, contagiarnos y hacer nuestra esa falta de vergüenza.

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